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«Mi única ambición es rodar en libertad»

Sólo ha hecho cinco películas y un par de series para televisión en quince años, pero Lars von Trier (Copenhague, 1954) se ha construido una fama de cineasta único, diferente a todos los demás. En ello ha influido sin duda su enorme talento innovador y libertario, ajeno a códigos y modas. Pero es difícil saber cuánto ha agrandado esa relativa fama de la que huye con horror el espacio que la prensa ha dedicado a destripar su carácter de bicho raro, lleno de fantasmas, fobias y obsesiones.En un proceso casi tan radical como el sufrido por el escritor J.D. Salinger, la carrera de Von Trier ha ido unida a las habladurías sobre su pánico a los hospitales (fue ingresado en un psiquiátrico a los 12 años), los periodistas, los viajes en avión o en metro... El director reconoce que ha buscado en el cine (hizo cortos desde los quince años) una terapia para los complejos derivados de su Gran Trauma: en 1990, su madre agonizante le contó por fin quién era su padre real; después de haberle dicho que era un artista, resultó ser un alto funcionario que no quiso saber nada de él cuando fue a verlo.

Culebrones y neuras aparte, lo cierto es que Von Trier está pasando a la historia como el gran renovador y el fustigador del cine convencional, tanto del llamado de autor (que considera fallido «por su sometimiento a los más retrógados valores del arte burgués»), como de ese otro que califica con delicadeza hiriente «the main stream cinema » (cine de la corriente principal).

Von Trier ha acudido a Cannes con Los idiotas, un film avalado por el éxito de Rompiendo las olas que fue rodado según las bases de Dogma 95, un voto público de castidad artística que Von Trier presentó hace un par de meses en el Teatro Odeón de París («lo elegí porque fue feudo de muchos actos de mayo del 68») junto a su hermano de fe, Thomas Vinterberg, presente también en la sección oficial con La fiesta .

Intento de regresar a los orígenes artesanales del cine y de recuperar la esencia guión-ensayos-actores, el Dogma reivindica un espíritu amateur, barato y colectivo como forma de evitar que la tecnología y una producción despótica manipulen la fuerza creadora del director y los actores. Se ve que los productores de Von Trier han ahorrado lo suyo con Los idiotas (se rodó con tres cámaras de vídeo de 300.000 pesetas y una decena de actores desconocidos), porque la cita con el pequeño grupo de periodistas que el director ha aceptado ver en Cannes se celebra en el Hotel du Cap, de Antibes, mítico y lujosísimo escenario (300.000 pesetas la noche, pago exclusivo en metálico) donde comienza Suave es la noche, de Scott Fitgerald.

Von Trier recibe a la prensa en una de las cabañas del impresionante hotel, al borde del mar. Lleva unas bermudas y una camiseta verde-camuflaje, unos calcetines grises con la jeta de Mickey Mouse y unas sandalias-Jesucristo. El modelo, un cuadro, se vuelve invisible en cuanto aparece su rostro de niño desvalido, tímido y travieso; las piernas escuálidas y unas manos temblonas, muy pequeñas. Durante la entrevista, su barriga incipiente sube y baja nerviosa, pero Von Trier no deja de bromear y se muestra encantador, aunque en alguna pausa parece que va a salir corriendo.

«Sí, rodar Los idiotas ha sido una experiencia muy liberadora», empieza diciendo. «Es el primer fruto de Dogma 95, y estoy muy feliz de cómo ha quedado. Ha sido excitante y a la vez muy duro, porque el vídeo es una técnica nueva que permite rodar mucho tiempo seguido. Filmamos más de cien horas y eso obligó a cortar muchísimo: ahora me siento como aquel ministro que tras la catástrofe de un tren se alegró porque no había habido víctimas entre los viajeros de primera clase».

Pregunta: «¿Ha intentado ser más joven, más libre, más feliz o más pobre haciendo esta película?

Respuesta: «Más pobre creo que no (mira alrededor y se ríe). Y a todo lo demás sería muy fácil decir que sí. Pero creo más bien que me he desarrollado como persona y como artista, y que esto es un paso lógico en mi carrera.

P: ¿Cree que se ha equivocado en algo?

R: Aunque sigo sin controlar mis angustias (no voy a dar aburridos detalles sobre eso pero lo cierto es que van a peor), el único momento en que no siento miedo o ansiedad es rodando, haciendo cine. Aquí hay cosas que no me gustan, que han quedado demasiado suaves. Pero siempre, desde el primer corto que rodé, he estado seguro de que estaba haciendo lo que debía, y de que lo estaba haciendo muy bien.

P: ¿Tiene entonces la ambición de ganar la Palma de Oro?

R: Me importa una mierda ganar o no. La noche que pusieron aquí la película, Scorsese fue extremadamente amable conmigo. Me reí mucho viéndole, se parece a Mickey Mouse. Es un dios. Pero subiendo la escalera me sentí viejo, cansado de todo este rollo competitivo. Recibiría un premio técnico con una sonrisa. Pero ya soy conocido, he conseguido hacer más o menos lo que quiero y mi única ambición es seguir rodando en libertad absoluta. Me gustaría que ganara Vinterberg. La primera mitad de su película es brillante, y demuestra que el Dogma se puede interpretar de muchas maneras distintas.

P: ¿Y cómo va el musical que está preparando?

R: Lo vamos a rodar en Suecia, si finalmente tengo fuerzas para llegar allí (su productor anunció el otro día que lo harían en Hollywood, pero evidentemente era una broma). Esta misma mañana, paseando por este parque maravilloso, he escrito una frase, la frase final. Es tan buena que he estado llorando quince minutos. Son sólo cuatro palabras, pero... Estoy seguro de que les gustarán. Esta vez será muy caro, y tendré que hacer un poco de investigación, porque no tengo idea de cómo se rueda un musical. Y a pesar de eso, mi sueño es hacer a Wagner en Bayreuth. Mi hijo se llama Ludwig por el rey de Baviera, que era un loco de Wagner.

Así que el inseguro Von Trier es casi un charlatán. La conversación fluye entre risas, autoelogios y autoironías. Volviendo a Los idiotas, dice que le resulta muy difícil hablar de la película; la considera «agotada en el rodaje». «Es una creación realizada en el momento, sobre la marcha. Las otras películas las compuse antes de rodar, y eso daba más ocasión de hablar de ellas».

Pese a todo, explica que eligió a los actores sin conocerlos («conozco muy pocos, porque nunca salgo al cine ni al teatro»), y añade que es la película que más esfuerzo emocional le ha exigido, «aunque el argumento no sea tan emotivo como Rompiendo las olas ».

Alguien le recuerda que en el reparto hay una actriz porno y que en la coproducción participa una firma de películas X. Surge lo inevitable: la escena de la orgía, penetración incluida. Von Trier despacha el asunto bromeando. «¿Y usted me pregunta por qué era imprescindible enseñar una penetración? Sólo aceptaré esa pregunta de alguien que no sepa lo que es eso. Es una cosa muy común, que pasa más o menos a menudo en la vida diaria, y por eso puede, debe ser mostrada en la película. Es verdad que su uso como truco dramático va contra las normas del Dogma, que sólo permite usar cosas reales. Y conseguir una erección en el rodaje fue muy difícil. Igual tenemos que acabar ya con el Dogma y empezar a hacer películas porno para mujeres». Y concluye, ya más en serio: «Es una escena clave. Si enseñas eso, en la sala pasa algo. Y no quería que la gente fluyera tranquilamente con la película».

Más bien al contrario. Considerado el heredero de la emocionalidad mística de Dreyer y el modernizador de la profundidad literaria de Bergman, Lars von Trier pone al espectador ante varias situaciones límite en Los idiotas, tan descarnadas que rara vez se ven en el cine comercial. Se diría que el director de El elemento del crimen, Kingdom o Europa ha hecho esta vez una película para fracasar. Él acepta la boutade entre bromas y veras («si la película tiene éxito abandono el Dogma»), y acepta que haya gente que encuentre ridículo su voto de castidad artística. Lo que no entiende es que haya directores que le acusen de odiar el cine: «Todos tienen sus reglas, aunque no las escriban. Y yo no digo a nadie que use el Dogma. Sólo propongo una nueva forma de mirar, y trato de ayudarme a resolver dudas técnicas (color o blanco y negro, estudios o exteriores...) cuya decisión suele convertirse en un engorro. Al publicarlas sólo cumplía un deber: tirar la piedra al agua para ver qué onda producía».

Esa nueva forma de mirar que reclama no parece tan nueva. «Quiere rescatar la frescura irreverente del cine francés e inglés de los años 60, y a la vez ejercer una máxima brechtiana: "esto que usted ve es una historia, pero una historia contada por un hombre, en este caso por un colectivo de profesionales». Quizá por eso, Von Trier enseña la jirafa del sonido y la cámara como un documentalista malo, diciendo: «Enseño mis defectos y los de los actores porque esto es obra de un humano. El cine trucado es una ilusión. Esto es real, pura verdad».

No es fácil meterse en esa verdad, pero cuando llega la última escena, esa explosión de genio parece aclararlo todo. Cine y vida son el mismo juego. La supuesta idiota capaz de serlo ante su misma familia rompe sus ataduras del mismo modo que lo hace Von Trier, que no sólo rompe con el espectador y con lo que se espera de un autor de éxito: rompe sobre todo con su medio de expresión. Es decir, con su terapia.

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