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MUERE UN CINEASTA DE LA PASIÓN

El adelantado

Javier Marías

De pequeños no nos llevábamos del todo bien mi primo Ricardito y yo, o los Franco y los Marías, por cosas de niños, claro está: en los juegos bélicos, ellos hacían el papel de nazis, y nosotros, el de aliados; eran del Athlétic de Bilbao; nosotros, del Real Madrid; Ricardo arrastraba las chapas, tanto en ciclismo como en fútbol, y quien haya jugado a las chapas sabe bien lo que significa eso, de ventaja. Pero, fuera como fuese, era de los que ganaban siempre. Cuando a los 14 años acabó sus estudios en el Instituto Británico y pasó a mi colegio para los últimos cursos del bachillerato, causó verdadero furor entre las chicas de varias edades, pese a ser muy menudo y uno de los más bajitos. Tenía gracia, desparpajo, viveza y sentido del humor; sabía hacerse el indefenso y a veces lo era; tenía seguridad en sí mismo, pero también resultaba frágil. Le divertía hacer rabiar, pero luego consolaba. Era muy cariñoso.La primera vez que besé a una chica se la debo a él, o más bien me besó a mí la chica por un sentido de la justicia alentado por él. Estábamos en un cine de verano en Sangenjo, Ricardo, una irlandesa llamada Martina y yo, él, 15 o 16 años; yo, 13 o 14. Oí con curiosidad y pudor cómo la convencía de que no había nada malo en besarse: «Somos amigos, ¿no? Nos tenemos cariño, es normal que nos besemos». Y al cabo de un rato oí cómo la joven se detenía y le proponía un argumento muy lógico y muy leal: «Pero si también soy amiga de Javier, entonces debo besarle a él, ¿no?». Y Ricardo, lejos de mosquearse, se mostró muy de acuerdo con su habitual generosidad: «Claro», dijo, «bésale también a él». Más tarde, en la playa, la paridad no fue posible y me hice a un lado. Sentado en la arena a unos metros, miraba la noche con tranquila envidia y con gratitud, pensando que algún día llegaría a ser como él.

Fue la afición al cine lo que más nos unió, al final de la adolescencia. Nos encontramos una tarde a la salida de Desayuno con diamantes, y estábamos tan entusiasmados, que él decidió aquel día dirigir películas. Yo, menos atrevido siempre, me conformé con escribir. Se fue al Brasil y a otros lugares exóticos como ayudante de nuestro tío común, Jesús Franco o Jess Frank; los hermanos y primos lo veíamos como a un aventurero, un adelantado, el que iba más deprisa de todos, como si tuviera la mayor impaciencia por incorporarse a la «vida de verdad», esto es, a la de las películas que parecía no estar al alcance. Y además hacía de todo, tocaba muy bien, por ejemplo, la guitarra y el banjo, como puede verse en su primer cortometraje, Gospel, cuyo guión escribimos los dos.

Recuerdo aquellos tiempos ahora, y de pronto me parece imposible que lograra efectivamente dedicarse al cine, sonaba entonces a quimera de juventud. Pascual Duarte y La buena estrella, Después de tantos años y El sueño de Tánger, algunas películas premiadas y celebradas, unas cuantas malditas, pero quizá no inferiores. Apenas nos veíamos en los últimos años, la nefasta y ridícula «falta de tiempo» que nos hace aplazarnos hasta que de pronto ya no hay más tiempo, ni del que cuenta ni del social.

Pero una de las veces que más me he reído en la vida fue con él, durante el rodaje de su primer largo, el más maldito de todos, El desastre de Annual. También habíamos escrito el guión los dos y fui su ayudante de dirección. Tendría yo 20 años, y él, 22, pese a lo cual la película fue prohibida por antimilitarista y antipatriótica, y acaso por su pobreza de producción. Hubo una escena, un almuerzo, que en toda una jornada no pudimos rodar, porque, cada vez que él gritaba «Acción» y alguien iniciaba el diálogo, a él le entraba una risa incontenible, o a mí, o a cualquier técnico o actor, y no había forma de acabar un solo plano. «A ver, ahora va en serio», anunciaba Ricardo antes de cada intento, para a continuación ser el primero o segundo en desobedecer su propia orden y estallar. Fue una risa colectiva, imparable, continua, inolvidable. Estoy seguro de que le habrá pasado lo mismo en otros rodajes más adultos y profesionales, quizá anteayer mismo, en el de esas Lágrimas negras que no ha podido concluir. Estoy seguro, porque nadie ríe como quien conoce el dolor. Vivió deprisa y ha muerto deprisa. No le puedo tener en cuenta que arrastrara las chapas y en los juegos de niños me ganara siempre. Al fin y al cabo, fue él, con osadía y generosidad, quien a muchas cosas me enseñó a jugar.

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