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La estrella de Max

Vicente Molina Foix

Cuando el doctor Johnson dijo del actor David Garrick: «Su profesión le hizo rico, y él hizo respetable su profesión», no estaba acuñando una de esas sentencias suyas que los ingleses tanto celebran y usan para dar autoridad a cualquier ocurrencia (hasta el punto de haberle convertido en el prototipo del fraseador brillante que no hace falta leer en profundidad; una lástima, porque Johnson es un magnífico escritor de varios talentos). El doctor fue maestro y protector del joven Garrick, compañero suyo de pobreza bohemia cuando ambos decidieron conquistar Londres desde la provincia, corresponsable con su protegido del rescate de Shakespeare del purgatorio de escritor indecoroso y exagerado en el que la gazmoñería de los siglos le puso; nadie mejor que él sabía lo que le costó a Garrick elevarse desde un comienzo como fallido estudiante de leyes, vinatero y mimo a la cumbre de un arte que antes de él no lo era. Hasta el día de 1741 en que Garrick trastocó la escena británica interpretando de manera nueva, sin la «copa falsa de los teatros», que decía Lorca, un Ricardo III, la profesión del actor no se diferenciaba mucho de la del payaso y, en el caso de las actrices, de la más antigua del mundo. De hecho, el propio Garrick no se atrevió a confesarle a su padre, capitán del Ejército, que llevaba más de dos años metido en el teatro hasta que el triunfo de esa noche le convirtió en una celebridad. Admitido en los estrictos clubes de caballeros, pintado por las paletas más académicas, idolatrado por la nobleza («al menos 12 duques asisten cada noche a sus funciones», le escribió un amigo a Horace Walpole), Garrick, en cabeza de un grupo de actores históricos, mujeres y hombres, de la segunda mitad del XVIII, sentó sin duda las bases de algo único y envidiable: el arraigo profundo del teatro en el tejido social del Reino Unido.Los británicos aman y admiran tanto a sus intérpretes que hasta hace 20 años ni siquiera los premiaban (los olivier nacieron bastante después que los tonys americanos). Por motivos me temo que distintos, los españoles no habíamos pensado hasta hoy en reconocer anualmente con una estatuilla la deuda de emoción, diversión y realidad ofrecida en vivo que los espectadores tenemos con la gente del teatro. Por eso fue tan buena la noticia de los premios Max, que se fallan el lunes próximo, y -desde mi punto de vista- tan alarmantes la chapucería y las insuficiencias que parecen haber rodeado esta primera convocatoria, sin duda excesivamente apresurada.

El nombre es un acierto. Max Estrella no sólo es el protagonista de Luces de bohemia, una de las grandes obras maestras de nuestro teatro, sino que suena bien; ¿quién querría llevarse a su casa un tenorio, un zalamea o una malquerida de bronce? Encargando el objeto en sí a un artista y genio del teatro como Joan Brossa y la dirección de la gala de entrega a Lluis Pasqual, la cosa está en las mejores manos; en manos catalanas. Ahora bien, ¿no podría la Sociedad General de Autores, tan meticulosa en otros asuntos, por ejemplo el cobro de los gastos de administración a sus asociados, haber actuado con más precisión? La «lista orientativa» de candidatos que se envió a los votantes era tan arbitraria, tenía tantas y tan importantes omisiones, tantas erratas grotescas, que resultaba absolutamente desorientadora (no se puede pedir a la gente memoria de todos los espectáculos; a los ordenadores de la SGAE, sí). Después supimos las candidaturas. El gusto es opinable; también criticable. Hay ausencias sangrantes (cito una: Margarita Lozano, que pocas veces ha dado a la palabra memorable su razón de ser como protagonizando el La vida que te di, que montó Narros, otro de los sorprendentes excluidos). Lo peor no es eso. Habiendo adoptado la juiciosa norma de que los espectáculos elegibles sean los «representados» (y no los estrenados) entre enero y diciembre, será inevitable, pero al mismo tiempo muy confuso, que una obra considerada y no premiada este año vuelva a repescarse, habiendo estado también en cartel en 1998, el próximo. Tampoco las bases quedan claras, pues no se entiende si no que al menos en un caso, el de «mejor traducción o adaptación», estén propuestos dos autores originales, algo que podría llevar a la impugnación del premio. El teatro es frágil, y aquí mucho más. Frágil mas duradero. Pidamos con una o varias velas a la musa correspondiente que este Max, superando la suerte del de Valle, no se estrelle.

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