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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La quiebra de Suharto

UNA LONGEVA y rapaz dictadura ha estallado en un incendio de pillaje, represión y caos en los últimos días, creando un grave problema para la estabilidad de todo el sureste asiático, que ni siquiera ha entrado todavía en periodo de convalecencia tras el crash financiero del pasado año. Indonesia es, con 200 millones de habitantes, el país musulmán más poblado de la Tierra y está dirigido por el general Suharto desde que tomó el poder hace más de treinta años. El pasado 4 de mayo el Gobierno de Suharto redujo los subsidios a la gasolina y otros productos esenciales por exigencias del FMI, que había condicionado a una fuerte reducción del déficit público la entrega de 40.000 millones de dólares para estabilizar una economía devastada por la crisis especulativa que azota la región.La situación, en la que ha menudeado la violencia en las últimas semanas, con frecuentes demandas de dimisión del cruel dictador, de 76 años, se ha desbordado con una orgía de ataques contra los comercios del centro de Yakarta y en especial contra empresas que son propiedad de la minoría china, a la que se acusa de especial codicia en la explotación de las riquezas locales, y contra las propiedades de parientes y colaboradores íntimos del dictador, que han ordeñado al país sin piedad en los últimos 30 años. En el incendio vandálico de dos grandes centros comerciales, se calcula que pueden haber muerto varios cientos de personas. Todas las miradas se dirigen al Ejército para interrogarse sobre el inmediato futuro.

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Suharto derrocó en 1965 al presidente Sukarno, no menos dictador pero de inspiración neutralista, y asumió la presidencia en 1967 en medio de una bárbara represión en la que se calcula que murieron cerca de 400.000 personas, disparatadamente acusadas de vinculaciones comunistas. Ni remotamente el partido comunista de Indonesia, aliado de Sukarno, poseía semejante fuerza ni estaba en condiciones, como se dijo entonces, de tomar el poder contra su propio asociado. Suharto, con el beneplácito apenas esporádicamente agriado de Occidente, se hizo reelegir presidente para un séptimo mandato, en marzo pasado, por una Cámara y unos notables domesticados o nombrados a dedo. Bajo su mandato, la renta per cápita del vasto archipiélago ha subido desde la más penosa subsistencia a algo más de mil dólares, el país se ha convertido en una potencia regional y, gracias a sus riquezas petrolíferas, en un gran negocio para sus socios occidentales.

Todo ello ha ocurrido en paralelo a la formación de un régimen familiar en el que Suharto y sus adláteres han detentado los monopolios más lucrativos y desangrado a Indonesia con un cinismo difícilmente repetible en otras latitudes. En tanto que ello no impedía un crecimiento visible -aunque extremadamente desigual-, la cosa aguantaba; pero cuando la rupia y todo el sistema bancario saltaron por los aires hace unos meses y sólo la contribución del FMI, con su exigencia de transparencia de precios y mercado, podía salvar al país de la bancarrota, Suharto se ha topado con su hora de la verdad: para estabilizar la economía debía firmar la miseria de millones de compatriotas, por todo lo que tenía de ficticio el milagro económico indonesio, tan querido en el pasado por los neoliberales doctrinarios.

El presidente Clinton declaró ayer, en el inicio de la cumbre del G-8 en Birmingham, que la reforma política y el diálogo con la sociedad son los únicos caminos posibles para Indonesia, pero no llegó a pedir la dimisión de su aliado. El Ejército indonesio tiene hoy la palabra: poner fin a un régimen inicuo y comenzar un periodo constituyente, asumir el poder de manera directa en un periodo de transición o sostener a un general que ve arder su obra por los cuatro costados son algunas de sus opciones inmediatas. La última está hoy en bancarrota.

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