Mi amigo Octavio Paz
«No quisiera comenzar esta conferencia sin un homenaje al gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz. Su obra abarca y enriquece nuestro siglo cultural. También lo sobrevive. Un gran escritor como Paz es guardián y testigo, junto con sus lectores, de su propia inmortalidad».Con estas palabras di inicio a mi plática en la Feria del Libro de Buenos Aires al conocer la noticia de la muerte de Paz. Pero anoche apenas, dos distinguidos amigos mexicanos con los que cenaba en Londres me dijeron: no basta. Tus palabras en Argentina recibieron escasa difusión en México. Escribe algo más sobre Octavio.
¿Algo más? No creo que un escritor mexicano haya escrito más que yo sobre Paz. Conferencias, prólogos, memorias, defensas públicas, discursos, ensayos. Durante treinta años estuve atento a la obra de Paz. Él me correspondió con ensayos sobre mis libros, prólogos y un hermoso poema. Añádase a esto mi correspondencia con Paz, que suma más de mil cartas intercambiadas a lo largo de tres décadas y que se encuentran depositadas en la biblioteca de una universidad norteamericana. Julio Ortega, el único que ha leído esta correspondencia en su integridad, la describe como «el conmovedor documento de una amistad». He dispuesto que las cartas cruzadas con Octavio queden selladas hasta cincuenta años después de mi propia muerte, cuando las intimidades, franquezas, desavenencias, querencias e insultos que inevitablemente salpican un canje de letras tan cotidiano e intenso no hieran a nadie y sólo fatiguen a los biógrafos.
Conocí a Octavio en París, en abril de 1950, cuando yo tenía veintiún años y él treinta y cinco. Nos hicimos amigos inmediatamente. Yo llegaba de México poseído de una admiración previa alimentada por la lectura de El laberinto de la soledad primero, de Libertad bajo palabra en seguida. Ambos libros fueron las aguas bautismales de mi generación. El laberinto resumió la preocupación reinante acerca del carácter de «lo mexicano». Alfonso Reyes en La X en la frente y Samuel Ramos en Perfil del hombre y la cultura en México , habían precedido la interrogante de Paz; los «Hiperiones» de la Facultad de Mascarones la seguirían; los nacionalistas chatos y patrioteros la enterrarían: «El que lee a Proust se prostituye», se escuchó un día en una conferencia donde sólo faltaron los sarapes de Saltillo, en el Palacio de Bellas Artes.
Paz le entregaba a mi generación una gran visión conciliadora de México y el mundo, como lo había hecho Reyes antes que él. Reyes: «Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales». Paz: «Por primera vez en nuestra historia, somos contemporáneos de todos los hombres». La obra de Paz presupondría la de Reyes. Al regiomontano le tocó proponer una universalidad incluyente en un medio de nacionalismo excluyente. La inconmensurable obra de don Alfonso consistió en traducir a términos hispanoamericanos la totalidad de la cultura de Occidente. Sus meditaciones sobre Grecia o Goethe, sobre Góngora y Mallarmé, despojaron de «extranjería» a lo que por herencia nos correspondía. Fueron el antídoto del chovinismo barato, pero también el complemento indispensable a la revolución como revelación que protagonizaron los Orozco y los Rivera, los Chávez y los Revueltas, los Martín Luis Guzmán y los Rafael Muñoz.
Mi relación con Reyes fue casi filial. Visitándole periódicamente en Cuernavaca, aprendí a leer lo que me faltaba leer entre los quince y los veinte años. Llegué armado por Reyes a otra relación, esta fraternal, con Paz. Don Alfonso acostumbraba decir que para él el mundo terminó el día de febrero de 1913 en que su padre, el general Bernardo Reyes, murió acribillado en el Zócalo de la Ciudad de México. Literariamente, le interesaba más el pasado que el presente. Su gusto tenía límites, Proust, Joyce y pocas cosas más allá. Abominó de mi Región más transparente. Le agradecí su franqueza y mantengo viva la llama de mi amor y gratitud hacia el mejor prosista de la lengua española durante la primera mitad del siglo.
¿Fue Paz el mejor prosista de la segunda mitad? Puede prosperar, sin duda, esta afirmación. Su poesía, dicen algunos, no es tan alta como su prosa. Paz no fue ni Neruda ni Vallejo y acaso tampoco fue Gorostiza, Villaurrutia o López Velarde. Pero sin la junta poética de Libertad bajo palabra, Piedra de sol y Semillas para un himno, es difícil que se comprenda, o se origine siquiera, un decir poético reflexivo, metafísico en ocasiones, juguetón en otras, rabioso en algunos grandes momentos. El «chillen putas» dirigido a las palabras asciende a la noche que a su vez «cae... sobre Teotihuacan» donde «en lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana» y «suenan guitarras roncas». Y la ceniza del pitillo y del volcán desciende a su vez a esa mesa donde el abuelo y el padre pueden recordar a Juárez y a Zapata, pero nosotros, ¿a quién?
El gran acierto de Paz fue darle pensamiento a la poesía y poesía al pensamiento. Contagió su prosa de relámpagos metafóricos y su poesía de lucidez discursiva. Quizás ésta fue su singularidad, siendo, como todo gran creador, heredero de una tradición. Acaso los poetas modernos de lengua española a los que más tuvo Paz en deuda fueron Jorge Guillén y Emilio Prados. Carlos Blanco Aguinaga nos debe, al respecto, un buen estudio comparativo.
La poesía se hereda, se refunda, se hace y se deshace, pero también se vive. Paz, el joven Paz que conocí en 1950, quería vivir poéticamente. Sufría el peso de sus obligaciones diplomáticas pero las cumplía disciplinadamente. El «¿Cómo?» que puntuaba su conversación era una interrogante al padre, un reproche y una invocación a la vez, pero sobre todo una búsqueda de aprobación filial. Su rabia contra las insuficiencias del lenguaje era pareja a su rabia contra las insoportables suficiencias del dinero y de la fe. El signo del dólar y la señal de la cruz son objeto de furia y escarnio en su poesía joven. El dinero, físicamente, le carcomió las manos en la época dura en que trabajó para el Banco de México contando los billetes viejos destinados al incinerador. Octavio, físicamente, incendió el dinero. ¿Lo incendió, otro día, el dinero a él?
Recorrimos juntos el París de nuestra juventud, una capital intocada por la guerra externamente, pero con penurias persistentes en las cosas de la vida diaria, calefacción, luz, teléfonos, gasolina. Octavio tenía un bello apartamento en la avenida Víctor Hugo y de allí salíamos con Elena Garro, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Enrique Creel, José Bianco y otros amigos, a los cabarés de St. Germain-des-Prés, donde Juliette Greco duplicaba la noche con su voz y su atuendo «existencialista», donde Albert Camus demostraba ser un gran bailarín de boogie y donde Luis Buñuel regresaba al triunfo de Los olvidados en Cannes, en contra de la voluntad patriotera y pusilánime del Gobierno de México. Octavio, diplomático mexicano, se plantó a las puertas del Palacio de los Festivales a distribuir un panfleto escrito por él en defensa de la hermosa y terrible película de Buñuel, cuyo arte exaltaba, no denigraba, a México.
La imagen parisina que permanece para siempre en mí es la de un mediodía gris en que Paz me llevó a ver el primer gran cuadro de la posguerra, la obra magnífica de Max Ernst llamada Europa después de la lluvia, en una galería de la Place Vendôme. La mirada de Ernst y la de Paz eran intensamente azules, «como el viento partiendo en dos la cortina de nubes». Pero Ernst tenía un perfil de águila y la cabellera blanca; el joven Paz era esbelto, de melena ondulante e irresistible atractivo para las mujeres. Ya en México, cinco años más tarde, salíamos mucho a bailar con muchachas guapas, organizábamos con ellas «toga parties» en los que el único requisito era llegar vestido con una sábana blanca y éramos arrastrados por el vendaval bohemio que era José Alvarado a la célebre Casa de La Bandida donde Paz contestaba a las canciones un tanto impúdicas de Graciela Olmos con versos de Baudelaire que «las muchachas» imaginaban más léperos aún.
Paz y Alvarado habían compartido una buhardilla del centro cuando estudiaban derecho en San Ildefonso, y allí se llevaron a vivir a una maniquí bautizada «La Rígida» y que me sirvió de tema para un cuento, La desdichada, en la que el papel de Bernardo corresponde a un retrato imaginario del joven Octavio. Otras veces, una pareja esperpéntica e irresistible de la noche mexicana llamados Ambar y Estrella nos guiaban por las galerías de espejos más secretos de la urbe, poblada de mendigos, transvestistas, mariachis, organilleros, mujeres de pelo en pecho y faunos del bosque de concreto.
Juan Soriano y Diego de Mesa eran también constantes compañeros de aventuras nocturnas en aquella ciudad de apenas cuatro millones de habitantes, perfectamente segura para los desvelados como nosotros y aun para quienes no se desvelaban, como el célebre grupo de Los Divinos, que se reunía cada sábado en Bellinghausen para disecar los eventos de la semana y saborear las ironías cachacas de Hugo Latorre Cabal, el pesimismo animoso de Jaime García Terrés, la prudencia consustancial de José Luis Martínez, la máscara de gracejadas que ocultaba el alma profundamente poética de Alí Chumacero, la elegancia física y mental de Joaquín Díez Canedo y el ensimismamiento juguetón, el humor inesperado, de Max Aub. Éramos los amigos de Octavio.
Pero como una «gran ola», Paz llegaba a México y lo alborotaba todo. Renovó la vida teatral de la ciudad con las puestas en escena del grupo Poesía en Voz Alta, cuyo telón se abría sobre las maravillas escénicas preparadas por Gurrola, Mendoza y José Luis Ibáñez pero se cerraba ante el susto casi virginal de las autoridades universitarias. Nos impulsó a Emmanuel Carballo y a mí a crear una Revista Mexicana de Literatura que ofendió seriamente los sentimientos xenófobos y nacionalistas de la época. Condenada como elitista y artepurista, en ella vio la luz, sin embargo, un poema político de Paz que causó furor en su momento, El cántaro roto, y su pregunta de piedra, jadeo y sabor de polvo: «¿Sólo está vivo el sapo, sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco, sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?».
Con esta pregunta en los labios marchamos los dos juntos, Octavio y yo y amigos como José de la Colina, en apoyo a Othón Salazar y su movimiento de maestros disidentes. Pasamos por la avenida Juárez bajo el balcón de la Secretaría de Relaciones Exteriores, desde donde nos miraban, con asombro, nuestros jefes, Padilla Nervo y Gorostiza. Nunca nos dijeron nada. Era posible ser funcionario y luchar por el sindicalismo independiente. Otros tiempos, en verdad. No había que ponerse la camiseta.
Fue la vida personal lo que se le complicó a Paz y lo llevó de vuelta al extranjero, a la India, a la nueva dimensión de su pensamiento y su poesía. Lo vi por primera vez con su nueva esposa, María José, en un restorán romano con José Emilio Pacheco. Se acabaron las parrandas, se acabó el vacilón y vino la tragedia. Tres años más tarde, la noche de Tlatelolco indicó el fin de la revolución institucional mexicana y el nacimiento de una sociedad civil educada por la revolución para lo mismo que su gobierno quiso asesinar esa noche, el espíritu de libertad de la nueva generación. La sangre manchó la plaza de las Tres Culturas y Paz abandonó su puesto diplomático en la India.
Le escribí en seguida desde París, donde me encontraba, ofreciéndole solidaridad, mi casa, mi apoyo económico, lo que quisiera. A recibirle al muelle de Barcelona fuimos todos, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, José Donoso... ¿Quién le negó a Paz el honor que Díaz Ordaz se empeñaba en regatearle? ¿Quiénes defendieron en México más a Octavio contra la saña del caníbal poblano que Fernando Benítez, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Paniatowska y yo mismo?
Regresó con modestia, sin desplantes heroicos, a México cuando salió de la presidencia Díaz Ordaz. Vivió en un pequeño apartamento de San Ángel Inn que le rentó Sol Arguedas. Volvimos a marchar, esta vez contra los «Halcones» asesinos, movilizamos juntos a un mitin en Ciudad Universitaria, nos reunimos con Demetrio Vallejo y Heberto Castillo para formar un partido o movimiento de socialismo democrático. Y discutimos mucho. No estábamos de acuerdo en varios asuntos políticos, pero nos preciábamos de diferir sin pelearnos, de probar nuestra amistad, fuerte y honda, contra todas las diferencias. Dábamos, queríamos dar, una prueba de coexistencia respetuosa entre concepciones diferentes de la vida y la sociedad. Casi lo logramos.
Cuando, siendo director de la Revista Mexicana de Literatura, me llegó a las manos un ataque salvaje contra Octavio Paz, me negué a publicarlo.
-Entonces usted no cree en la libertad de crítica y de expresión -me dijo el autor.
-En lo que creo es en la amistad -le contesté-. Y aquí no se publican ataques contra mis amigos. Vaya usted a otra parte con su escrito. No faltan espacios que se lo publicarán encantados. Pero aquí, contra un amigo, no.
La amistad requiere atención, cuidado y amor. «No dejes pasar un día sin reparar tus amistades», aconsejó el Dr. Johnson. El recuerdo es una renovación cotidiana de la amistad. Y sólo en el corazón de un amigo podemos reconocernos a nosotros mismos, y al mundo, «como el día que madura de hora en hora hasta no ser sino un instante inmenso...».
Lo dije en Buenos Aires y lo repito ahora. La obra de Octavio Paz abarca y enriquece nuestro siglo cultural. También lo sobrevive. Un gran escritor como Paz es guardián y testigo, junto con sus lectores, de su propia inmortalidad.
Babelia
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