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Los chernóbiles

FERNANDO QUIÑONES Como es lógico, la prensa española empieza un poco a replegar velas informativas sobre el dramón ecológico de Aznalcóllar-Doñana. Crónicas, noticias e imágenes aún cunden en torno al desastre, pero ya con tendencia a la baja, para alivio de políticos y de responsables, que no son pocos. A duras penas, la Naturaleza, más que el esfuerzo de los hombres, trata de encajar o neutralizar los venenos que no van a dejar de morderle en un plazo y cuantía no calculables, por más presupuestos y cuidados que se destinen al siniestro. Ciertamente, los meses primeros de este año, antepenúltimo del siglo, han sido bien adversos para Andalucía. Así lo acreditan, entre otras desdichas, el vertido en la bahía gaditana del carguero estadounidense de Rota (llamado John P. Bobo para más señas), las tropelías aceiteras del señor Fischler y el patético caso Aznalcóllar-Doñana, un indudable delito de descuidos, descoordinaciones e irresponsabilidades a repartir, que debería ser gestionado con más vivas y prontas contundencia y eficacia estatales que las desplegadas para con los peliagudos temas del aceite y del Bobo, cuyo capital y primer actor del desaguisado fue escamoteado rápidamente hacia sus Américas natales. Esperemos también que la espada diaria que pende y penderá sobre el Coto, y las imágenes de la mortandad de su flora y fauna que ahora nos siguen lloviznando dado el emponzoñamiento de las marismas y riberas del Guadalquivir, valgan para que las instalaciones de materiales temibles situadas en Andalucía, anden en más debida y estrecha vigilancia, lo cual quiere decir dinero no escatimado en cuanto a la seguridad, atención tesonera y personal competente. A este respecto, y por alta que sus gestores declaren su conveniencia económica, aterra pensar en la reciente reapertura de la obsoleta central de Chernóbil con nuevas y demostradas lesiones y fisuras, similares a las del apocalíptico accidente que desde Ucrania sobrevoló media Europa: un nuevo reventón, y su sarcófago de cobertura puede convertirse en el nuestro. Como me dijo un profesional malagueño del tema, refiriéndose en general a esas amenazas: - Quietos y en marcha, por aquí también tenemos nuestros chernobilitos, ¿sabes? Hasta un mapilla se podría hacer. Y bajo sus irónicos tono y palabras, cualquier despabilado podía adivinar, más que miedo, una desconfianza. Desconfianza de los intereses ocultos que en cualquier lugar cunden, y de las chapuzas y distracciones en los que nuestra tierra es campeona, qué dolor decirlo. Pero también son "chernóbiles" a su modo, de efectos moralmente fatales, las falacias y mentiras de unos y otros, su afán de disminución de los percances para tener engañados a cuantos se puedan (una tara que es la primera en comparecer, disque por razones siempre políticas) y la deshonestidad de rehuir cada cual su porción de culpa. Toda una antología de falsedades (rayanas incluso en lo grotesco) puede elaborarse sobre lo oído y leído con motivo del desastre ecológico de nuestro suroeste.

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