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Tribuna
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Calvert cabalga

Vicente Molina Foix

Contra lo que mi título y su nombre completo sugiere, Calvert Casey no fue un hombre del Oeste, aunque sí naciese en la ciudad norteamericana de Baltimore. Todo en la vida de este escritor parece un accidente: su nacimiento mismo en un lugar por el que no mostró nunca apego, su elección de Cuba, de donde era su madre, para formarse y de la lengua materna para escribir, su errancia europea en las últimas décadas de su vida, que sólo íntimamente coincidía con un exilio político del régimen de Castro, el desastre de sus amores, su muerte voluntaria. Más accidentada aún fue su carrera, si es que esta palabra de competición cuadra a la literatura de quien para mí (y para personas de superior calibre como María Zambrano, Italo Calvino, Virgilio Piñera, Valente, Luis y Juan Goytisolo, Cabrera Infante, Martínez Nadal) fue uno de los más puros y mejores narradores de nuestra lengua. En corto trecho que va de 1967 a 1969 aparecieron en el Seix Barral de Carlos Barral los dos únicos volúmenes que componen la obra central de Casey, quien se envenenó en Roma, a los 45 años, semanas después de la publicación del segundo y de una pequeña gira sentimental en la que sus admiradores de Madrid y París, Ginebra o Londres tuvieron ocasión -sin saberlo- de despedirse del más tierno y risueño de los suicidas.La obra de Casey responde, por intensidad, por falta de aparato, por el carácter visionario y retraído de la persona que se trasluce en los relatos, a un tipo de escritor que no hace correr a la gente a las casetas de firma pero agrupó en torno a sí a un pequeño y aguerrido ejército de seguidores hasta la muerte; la categoría a la que pertenecen, por establecer un marco comparativo, narradores como Robert Walser, Felisberto Hernández, Ackerley o Landolfi. Con el limbo que sigue a una desaparición sin cortejo fúnebre, y agotados o guillotinados los pocos miles de ejemplares de aquellas dos obras, Casey entró en el reino de los fantasmas, lo cual no debió resultarle ingrato a un amateur del espiritismo. Quince años llevaban algunos de sus fieles tratando sin éxito de devolver la obra del escritor a los lectores y ahora, de repente, el jinete desvaído aparece en el horizonte con dos recopilaciones similares, Notas de un simulador (Montesinos) y Calvert Casey The Collected Stories (Duke University Press), precedida esta última traducción al inglés de un inteligente prólogo de su compilador, Ilan Stavans.

El volumen publicado por Montesinos, que recoge en un agrupamiento a mi juicio veleidoso la casi totalidad de los relatos, más una selección de ensayos inéditos o pertenecientes al único libro que Casey editó en Cuba, Memorias de una isla (1964), no escalará seguramente ningún puesto en las listas del éxito, pero dudo de que este año salga un libro más hondo, más cómico, más emocionante, más hermosamente escrito. La afiliacion kafkiana de Casey es patente, y el propio escritor cubano da una pista cuando, a propósito de El castillo , escribió: «El genio de Kafka es capaz de hacer una gran novela sobre un hecho que no llega a ocurrir». Las historias de El regreso , la novela corta Notas de un simulador, el fragmento póstumo de una novela larga en inglés (Gianni, Gianni) que el autor destruyó antes del suicidio, son textos que giran, con la muerte o la pérdida como constante paisaje de fondo, alrededor de lo que no ocurre más que en la imaginación, el deseo o el miedo de las personas. En dos cuentos como El regreso y Mi tía Leocadia, el amor y el Paleolítico Inferior , que sin duda quedarán en el canon del género, y más aún en Piazza Margana , el citado fragmento salvado de la quema, donde el narrador se introduce en la corriente sanguínea de su amante y viaja, arrebatado de lujuria, por el cuerpo amado, Casey se manifiesta como un maestro del paroxismo que, atenuando los colores y aromas del Trópico, sabe reflejar la soledad de la carne con una mezcla de lirismo y socarronería que sólo los más lúcidos pesimistas dominan.

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