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Tribuna
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¿Adónde va el partido socialista?

La inquietud que intermitentemente recorre las filas de los partidos socialistas acerca de su propio futuro se agudizó, desde la crisis de 1974, con la sensación de que había sonado el fin de la socialdemocracia. Abundaron por entonces los diagnósticos sobre un inevitable colapso, atribuido en parte a que muchas de sus propuestas se habían realizado, en parte a que tal realización había producido una sobrecarga del Estado, perjudicial para el eficaz funcionamiento del mercado. Ralf Dahrendorf, en papel de profeta más que de científico social, anunció "el fin del siglo socialdemócrata", mientras otros distinguidos politólogos llegaban a la conclusión de que las condiciones estructurales que permitieron la alianza de trabajadores y clases medias -más Estado de bienestar con una política anticíclica y de mantenimiento del empleo- habían saltado por los aires poniendo fin a la época dorada que se inició tras la Segunda Guerra Mundial.Todo eso sonaba plausible y se sostenía en un dato empírico irrebatible. Por el Norte, los dos hermanos mayores de la socialdemocracia europea, el Labour y el SPD, habían sido desalojados del Gobierno y no tenían perspectivas razonables de volver. Antes o después, llegaría también el turno a los rezagados del Sur, que saboreaban tarde su edad de oro y que se mantenían en el poder gracias a su renuncia a los ensueños de construir la prometida tercera vía entre comunismo y capitalismo. Pero lo que en verdad demostraban los socialismos mediterráneos -y los escandinavos, siempre al abrigo de grandes mareas electorales- era que los apoyos sociales dependían más de las políticas que fueran capaces de desarrollar y de las alianzas que pudieran establecer que de causas estructurales. El destino de la socialdemocracia europea no estaba determinado por los cambios en la estructura de la sociedad ni por la insoportable sobrecarga del Estado, sino que lo escribían cada día los aciertos y los errores de sus diferentes partidos políticos.

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"No voy a dar más caña, sino a tratar de convencer y de crear una ilusión colectiva"

En España, cuando el PSOE abandonó el Gobierno, tras un periodo en que la mezcla singular e irrepetible de políticas de consolidación de la democracia, liberalización de mercados y crecimiento del Estado encontró un sustancial apoyo entre los trabajadores y clases medias, la nueva dirección preparó los bártulos para emprender una larga travesía por el desierto, mientras los afiliados parecían dominados por un fatalismo sin perspectivas de futuro. Se daba por descontado que Almunia perdería las próximas elecciones y que el verdadero cambio en la dirección política del PSOE tendría lugar únicamente después de su derrota. Los socialistas languidecían en una paciente espera, mostrando una clamorosa incapacidad para formular una política de oposición susceptible de revitalizar pasados entusiasmos y resignados a la pérdida de apoyos entre los jóvenes y las clases medias urbanas.

Sólo por haber roto ese maleficio adelantando la derrota de Almunia y reduciendo su efecto a un asunto interno, la ejecutiva del PSOE debía reforzar sin reticencias el nuevo liderazgo surgido de las primarias y poner todos los medios al servicio de la expectativa abierta hace una semana: los socialistas pueden ganar las próximas elecciones generales. Nunca pareció fácil, pero ahora no es imposible; todo dependerá de cómo reconstruyan la dirección política de su partido y del rumbo que impriman a sus políticas de oposición. Y a este respecto, tan importante es la búsqueda del equilibrio de poder entre el candidato y la ejecutiva como las nuevas propuestas programáticas capaces de atraer la mirada de unas clases medias políticamente desmoralizadas en los últimos años de gobierno socialista, cuando sobre sus espaldas cayeron simultáneamente unos impuestos elevados, una alta tasa de paro y una lluvia de escándalos. Recompuesta la figura, suena la hora de que los socialistas, tras dos años de oposición sin tino, digan adónde quieren ir y vean quién está dispuesto a acompañarlos.

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