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Entrañables derribos

La muy entrañable bodega Bohemia cierra sus puertas y es de suponer que nos pasaremos las próximas semanas leyendo artículos de sensibles cronistas que lamentan profundamente tan terrible pérdida. Una vez más, en esta ciudad tan dada a confundir la solera con la caspa y lo admirable con lo patético, se va a poner en marcha la maquinaria histórico-sentimental que ya produjo todo tipo de perlas del pensamiento blando cuando cerraron el bar Zúrich y El Molino, y cuando tuvo lugar el derribo de los chiringuitos de la Barceloneta. "¡Nos estamos cargando la ciudad y nuestra propia historia!", claman las voces plañideras de costumbre. Nadie parece pensar en las leyes de la oferta y la demanda y llegar a la conclusión de que cuando algo se muere lo hace obedeciendo a la más elemental lógica. Esas voces son, además, tremendamente selectivas. Que yo sepa, nadie puso el grito en el cielo cuando cerró sus acogedoras aunque algo sifilíticas puertas la mítica pensión Lolita de la parte baja de La Rambla. ¿Sería porque el lenocinio cedía su espacio al saber universitario? Lo ignoro, pero no leí ningún artículo del periodista elegíaco de turno que rememorase el simpático chancro obtenido en la pensión Lolita a mediados, por ejemplo, de los cincuenta. Hace unos días me llamó Pere Gimferrer, muy preocupado porque ya no existía Gorgon, una tienda de la calle del Bonsuccés especializada en vídeos de cine de terror y ciencia ficción. Mi académico favorito se acababa de enterar de la noticia y quería saber qué había sido del fondo del establecimiento, pues contenía algunas películas que no tuvo tiempo u oportunidad de adquirir. Acabamos, como de costumbre, hablando de Edgar Ulmer, y nuestra charla me hizo pensar que no había leído en ningún diario la menor esquela literaria de nuestra querida tienda de chifladuras. ¿Por qué se cerró Gorgon? Pues supongo que por los mismos motivos que la bodega Bohemia: porque el negocio no pitaba. Triste, es cierto, pero así son las cosas. Gimferrer y yo lo sentimos mucho, y eso es todo. Pero otros lugares se resisten a descansar en paz en la mente de los cronistas. Recordemos la que se armó cuando echaron abajo los restaurantes de la Barceloneta, donde, si la memoria no me engaña, se comía fatal y a unos precios claramente inflacionistas. ¿Cómo olvidar el llanto público por el Zúrich, ese imán para pedigüeños de todo tipo que no te dejaban tomar el aperitivo en paz? ¿Y El Molino, que a punto estuvo de convertirse en un preciado bien cultural que los catalanes estábamos obligados a salvar, a golpe de subvención gubernamental si era preciso, por una cuestión de patriotismo sentimental? Nunca estuve en El Molino, pero jamás olvidaré una visita a la bodega Bohemia a finales de los años setenta. Tenía yo unos amigos (cuyos nombres obviaré, pues están muy bien situados en la actual coyuntura sociocultural de la ciudad) que disfrutaban enormemente acudiendo a ese lugar para escuchar al portero del establecimiento, que también ejercía de cantante de tangos ("donde Gardel no llega, yo floreo", aseguraba el caballero). Una noche me convencieron para que les acompañara y me ofrecieron, de este modo, una de las veladas más deprimentes de mi existencia. Recuerdo a un travestido patético, a una ancianita que cantaba cuplés con unas sonrisas pícaras que recomendaban su inmediato ingreso en una institución psiquiátrica, a un público que emitía carcajadas bestiales en vez de llorar a lágrima viva, que es lo que yo estuve a punto de hacer... ¿Y ahora hemos de lamentar que ese lugar al que acudían los señoritos canallas para reírse de una pandilla de freaks desahuciados cierre sus puertas? ¡Pero si deberíamos alegrarnos! ¡Todos estos cierres y derribos de los últimos años son muestras de que la ciudad mejora y cada día se exige más a sí misma!

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