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Contagio social

JULIO SEOANE A medida que pasan los días es más evidente que el caso del contagio de la hepatitis en los hospitales tiene un efecto devastador sobre la sociedad valenciana, más allá todavía del efecto sobre los propios afectados. Al margen de las responsabilidades políticas y judiciales, la administración y el gobierno deberían haber cogido el control de la situación para evitar los efectos perniciosos del contagio social, cosa que hasta el momento de escribir estas líneas no han hecho. El primer efecto de esta desgracia, por supuesto, lo sufren los afectados del contagio, a los que hay que atender de inmediato tanto en sus problemas de salud como en el impacto personal de la noticia. Lo que no puede ocurrir es que perciban y valoren su situación a través de los medios de comunicación, cuya misión no es atender a los afectados sino llamar la atención de la sociedad sobre esta noticia. Si no cuentan con una información y atención personalizada pueden distorsionar de forma grave su situación, empeorando la tragedia de forma inútil y peligrosa. Pero además del tema de los afectados, se está produciendo un efecto más general de desconfianza hacia las instituciones. Y este contagio también tiene consecuencias indeseables. Debería empezar a preocuparnos que exista más confianza en las instituciones que sen ven lejanas y globales, en comparación con las cercanas y locales; en plata, que confiemos más en el euro o en Internet que en el colegio de enfrente o en el hospital de la esquina. Las consecuencias de este contagio social deben ser tremendas sobre la labor cotidiana de médicos y hospitales durante estos días. A la carga emocional de estar enfermo, de tener que pasar por un quirófano, hay que enfrentarse además a los miedos contagiados, más o menos racionales, algo incalificable por su trágica inutilidad y porque dificulta las tareas profesionales y el objetivo principal de curarse. Desconozco la posible complicidad responsable de los compañeros de profesión, que sin duda debe investigarse. Pero conozco perfectamente el paranoidismo, la suspicacia exagerada que se produce en estas situaciones, con frecuencia en busca de chivos expiatorios para descargar la culpabilidad provocada por la tragedia. En el otro extremo patológico del corporativismo despreciable está la delación como sistema social, donde casi siempre la venganza y el resentimiento sustituyen a cualquier sentimiento de justicia. Una cosa es vigilar el tráfico de la ciudad y otra muy distinta es que los ciudadanos se dediquen a apuntar la matrícula de todos los que se saltan los semáforos y que, al fin y al cabo, también pueden provocar tragedias irreperables. Es conveniente subrayar que cuando la sociedad percibe la existencia de fenómenos descontrolados, como en este caso, se produce una incómoda sensación de inestabilidad, de que todo es posible y, además, en cualquier momento. Todo lo contrario de lo que necesitan las sociedades actuales, donde la impresión de estabilidad, de que nada grave puede ocurrir, es básica para el desarrollo y la eficacia de todos. Al margen de responsabilidades concretas, una gran parte de estos efectos del contagio social se pueden evitar o, al menos, reducir con la imagen pública de un equipo responsable que realice el seguimiento, oriente la comunicación y evite los rumores sin fudamento. Dejar pasar el tiempo, sin más, resulta imperdonable.

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