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Cine y violencia

No fumar, no practicar el sexo previo al matrimonio, no decir tacos, no aventar disputas. Lo que sopla de Estados Unidos, más que una ola de conservadurismo, es una tufarada de puritanismo. Pero esto es Europa y los mensajes, aunque calen, no acaban de anegar, o sí. Que un tribunal yanqui esté a punto de condenar, hace unos meses, a un niño de seis años por besar en la boca a una niña, que una caterva de templarios tilde algunas películas de la Disney de violentas, son hechos ridículos y absurdos, dignos de seres amorfocefálicos. Se suceden, dentro y fuera de ellas, las plataformas que exigen televisiones de calidad, sin tanto programa basura, lagrimal, amarillismo y violencia gratuita. Resulta plausible, es lógico, una moneda de curso en desuso. A la caja tonta se llega antes que a la articulación del lenguaje, con el zapeo, desde la tronera. Antes de rozar la adolescencia se han contemplado miles de homicidios, chorretones de sangre, violaciones, humillaciones, catarsis de una maldad que nos abruma con malos de cartón, fabricados a base de ondas eléctricas, cuyos sosias de realidad se dedican al asesinato como una de las más bellas artes. Infectados de telebasura, los niños ocupan las portadas de los periódicos, disparando en las aulas.

La tele no es el cine; la tele por desgracia está dentro de las casas como un miembro menor de las familias, campando a su capricho, sin ningún tipo de control; al cine hay que acudir, ejerciendo una opción que cuesta dinero. Y el cine, se critica, se comenta, se condena incluso desde sectores progresistas, está bordeando lo inadmisible, una violencia ajena a cualquier motivo que estalla por las buenas. Se multiplican las películas de conspiradores contra presidentes de terroristas de pacotilla, de agentes secretos. Son puros entretenimientos, con historias lineales donde siempre aparece el héroe y la heroína, que tiende a estar para mojar pipas, recatada hasta el último fotograma, en el que el héroe la conquista entre penumbras, con sexo de chiste y chicle. Las cargas de moralina de estas películas no distan mucho de los libros del Movimiento. Luego están las otras, las que muestran una violencia descarnada, brutal, negadora de la condición humana. Pocos años atrás lo ejemplificaba el maravilloso ejercicio: Henry, retrato de un asesino. Y con anterioridad la mítica Naranja mecánica, de Kubrick, que en su día levantó polvaredas. Bastantes de aquellos que la demonizaban no habían leído la novela de Burguess, y menos habían comprendido que la película y el libro eran mensajes destinados a una sociedad mojigata, que de tanto defender la libertad individual en nombre de la buenas costumbres, estaba negando la colectiva. Nadie quiere que sus hijos vean un asesinato en la televisión, lógico. Pero los hijos crecen y se convierten en adultos que escogen, por ejemplo, ver una película donde el asesinato, igual que en el siglo, carece de razón. Las tensiones aparecen en las escuelas y los centros de trabajo, impelidas por la competitividad y, un liberalismo caníbal. Esa violencia es la que daña de verdad los valores, la que obliga a su pérdida y, en extremo, produce la violencia en las calles. El cine es arte y el arte es libre; el siglo no es libre, está prisionero de la violencia que de unos años aquí retrata el cine, en ocasiones sin entrar en consideraciones tangenciales. Simplemente fotografía lo que ocurre y lo pone al alcance del gran público. Y por qué no, y qué componente de maldad subversiva, de infección moral, dispara el cine del primer Tarantino, de Boyle, de Stone, de Ferrara... Ninguno. Lo peligroso es que la cantidad ingente de violencia generada en la realidad sea contenida en sus expresiones artísticas por el emergente puritanismo. Que un pueblo donde familias enteras han sido segadas por el crimen de dos niños no haya sido capaz de mitigar su dolor es algo terrible, acaso porque dicho pueblo y dicha ciudadanía no ha accedido a la violencia de un arte que enseña la realidad, y que hubiera mostrado una serie de claves para tal vez comprender los motivos de los niños pistoleros. El dolor nunca se mitiga del todo, aunque analizando la sinrazón del enemigo se hace llevadero.

El cine violento ajeno a alharacas, el que encuadra un asesinato, llena la pantalla de sangre, invade la piel de malas sensaciones, revuelve lo conocido y empuja a plantearse lo asimilado, es uno de los mejores caminos para combatir esa misma violencia que, cuando se cierran los ojos, te pilla desprevenido y te liquida.

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