A Cuba
AZNAR SE ha decidido, finaImente, a poner fin a la anormalidad diplomática que suponía que España fuera el único país de la Unión Europea sin embajador en Cuba. Tras 17 meses de una política absurda, guiada más por prejuicios ideológicos que por intereses y criterios racionales, hoy sólo hay que lamentar que la rectificación se haya hecho esperar tanto tiempo. Resulta de todo punto incomprensible que el Gobierno de un país con vínculos históricos, culturales, económicos y humanos tan estrechos con Cuba haya ido en este tema por detrás del Vaticano, e incluso de Estados Unidos, y sólo haya movido ficha después de que Clinton empezara a variar su postura. Es cierto que fue el régimen de Castro el que en noviembre de 1996 decidió revocar el plácet ya concedido al embajador nombrado por España, a raíz de unas declaraciones de este último. Pero Aznar respondió al enroque de Castro con su propio enroque, una política que favorecía el inmovilismo de Castro y perjudicaba los intereses de España; sobre todo el de influir en la búsqueda de una salida pacífica y moderada a la crisis del castrismo que sin duda sucederá a la desaparición de su fundador. Una política que parecía dictada desde los sectores más derechistas y obtusos del exilio de Miami.
Nadie podrá echarle en cara al Gobierno conservador español que el nombramiento de un embajador profesional y no político sea un respaldo al régimen castrista. Todo lo contrario: favorece la apertura de espacios de diálogo, objetivo coincidente con el de la Iglesia católica tras el histórico viaje de Juan Pablo Il a La Habana. Y difícilmente en una materia que interesa tanto a España podía el Gobierno ser menos papista que el Papa.
El efectismo con que Aznar anunció ayer en el Congreso el nombramiento de embajador en La Habana tiene poca justificación. Pero hay que aplaudir que en este tema se hayan impuesto las tesis sensatas que defendía el ministro Matutes por encima de los enfoques ideologizados de otros sectores del Gobierno y del PP. Es de esperar, asimismo, que el Gobierno no haya aceptado los condicionamientos que pretendía imponer Castro al plácet para un nuevo embajador, ya sea en materia de libertad de actuación o de falta de información sobre los movimientos de etarras en la isla.
La vuelta a esta sensatez diplomática debería facilitar ahora que, en este 1998 tan cargado de simbolismo hispano-cubano, los Reyes de España viajen a Cuba. Sería un tercer impulso, tras los de Juan Pablo II y Clinton, a favor de una transición deseable para todos.
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