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El escritor: la libertad y la patria

Conocí a Virgilio Piñera cuando yo tenía veinte años. Sospecho que no debo explicar la importancia que, para alguien tan joven y desorientado como yo en aquel tiempo de mediados de los setenta, tuvo el encuentro con uno de los más grandes escritores cubanos y latinoamericanos de todos los tiempos. Guardo de aquella noche un recuerdo imborrable. Hundido en la simplicidad, en el primitivismo de mi juventud, comprendí que una puerta se abría al tiempo que otra se cerraba. Resultará extraño, pero todo lo que yo experimentaba esa noche se veía asociado a una serie de sentimientos paradójicos que, siendo opuestos, se superponían en un solo y grande descubrimiento: la literatura.Si confieso que conocí la literatura la noche en que conocí a Piñera, quiero decir la literatura entendida como destino. Fue algo que sin duda no pude analizar entonces como hago ahora, pero que estaba presente en la mezcla de repudio y fascinación, en el terror que presagiaba la inminencia del sacrificio, y a la vez en el coraje con que debía enfrentarlo. Al propio tiempo, ese hombre me hizo ver algo que estaba asociado a la literatura de modo imposible de separar: el escritor debe ser fiel, primero, a su libertad frente al mundo. La máscara -me enseñó- nos "cosifica". Cuando un hombre se mueve con su máscara por la vida, va semejante a una cosa, y cosa en fin no puede expresarse genuinamente. Se sabe que entre los modos de desenmascaramiento, la literatura (el arte en general) es de los más antiguos y de los más legítimos. Yo acudo a un libro en busca de mí mismo. Hay alguien, que también soy yo, que se extravía, que a veces no está junto a mí. Lo reencuentro en una página de Erewhon o de Los cantos de Maldoror. Es entonces grande la sorpresa o el sobrecogimiento. En el libro ese otro reencontrado carece de máscara. Se ha vuelto, por tanto, auténtico. Entre las misteriosas y múltiples cosas que hacen a la literatura indispensable, ¿no resulta importante que sirva para mirarnos, para mirar al mundo, para mirarnos dentro del mundo?

Pero también se sabe que libertad no es palabra abstracta. Soy libre de algo y frente a algo. La libertad del escritor puede que sea condicional, puesto que no le permite alejarse más allá del hombre que él es. Goethe exclamaba: "No hago sino recomponer lo que el mundo me presta". Y el mundo para Goethe era Weimar, Schiller, Bettina, y la butaca en la que se sentaba a fabular su teoría de los colores. Su mundo y, de paso, su patria.

En contra de lo que muchos quieren hacemos creer, la palabra patria designa algo más que himno, bandera o ejército. Para mí remite a un cuarto propio, a unos cuantos libros muy queridos que se comparten con amigos, a esos propios amigos, a la calle por la que fuimos conversando una noche, a los olores de las comidas que llenan los patios a la hora de las comidas, a alguien que pasa y desgraciadamente no conozco, al sol que en Cuba puede ser atroz. La patria no son los lemas ni los discursos políticos, porque la patria es extensa. Tiene olores y sabores y determinada temperatura, tanto física como espiritual. Nadie la eligió, ni Rubén Darío se propuso nacer en Nicaragua, ni Rimbaud en Francia. Cada uno llegó un día fatalmente al lugar en donde debía crecer, y allí descubrió la alegría y la tristeza, el amor y el odio, la mentira y la verdad, el desengaño y la ilusión. Allí se hizo hombre y se sentó a escribir. Y escribió, por supuesto, de aquello que conocía y que sin saberlo amaba, de lo que tenía a su alcance y que sin saberlo conformaba su infelicidad y su felicidad. Escribió de lo que abarcaba con su vista, aunque estemos convencidos de que veía mucho más que los otros. Y si fue sincero, resultó un artista fiel a su patria, aunque en sus libros pareciera denostarla. Porque cuando el escritor más parece repudiar el trozo de tierra en que le tocó nacer es cuando más admira y exalta. No entender este sencillo corolario indica una escandalosa miopía literaria. Resulta casi pueril, pero vale la pena recordarlo: la famosa frase de Baudelaire "En cualquier parte, pero fuera del mundo" revela un gran amor por el mundo.

¿Es por ejemplo Julián del Casal menos cubano porque en un poema famoso suspirara por las regiones donde vuelan los alciones sobre el mar? Bien pensado, sucede lo contrario. Y quisiera pedir perdón por los lugares comunes, pero sucede que conozco personas para quienes no son tan comunes estos lugares.

Y como comencé hablando de Piñera, y como siempre he estado convencido de que tengo con él una deuda de gratitud que difícilmente pudiera pagar, recordaré que, cuando en 1948 se estrenó por fin su pieza teatral Electra Garrigó, un crítico cuyo nombre ya nadie necesita recordar atacó la obra por europeísta, por críptica, por alejada de la realidad nacional. Hoy sabemos que sin esa magnífica obra de teatro algo nos faltaría para entender a la isla, mientras que el supuesto crítico ostenta un nombre que ya nadie necesita recordar.

Sé que la tradición literaria está plagada de ejemplos como éste, de donde quisiera deducir que el escritor debe levantar su obra por encima de la crítica, laudatoria o adversa, de sus contemporáneos, aunque ostenten éstos las más altas jerarquías que las circunstancias históricas les confieran.

Aquella noche de julio en que conocí a Virgilio Piñera comenzaron mis años de aprendizaje. Él me enseñó una ética del escritor, me hizo ver lo importante que era escribir bien y no medrar (en sentido económico o político), me mostró lo inevitable que resulta para un escritor la libertad, y que esa libertad quería decir, sobre todo, fidelidad a uno mismo. Pero como el concepto de libertad abarca tantas cosas, valiosas e indispensables, conocí que la fidelidad a ellas es también fidelidad a uno mismo. Círculo cerrado, anillo de Moebius.

Llamesele patria, nación, nacionalidad -palabras usadas hasta la fatiga-, las verdades que me cercan y me tientan, que me han hecho y hacen tal como soy, no podían ser traicionadas. Declarar la devoción por la literatura es no traicionarlas. Ningún artista debe avergonzarse de esa fe y de esa lealtad. Escribir bien es el único modo que tiene un escritor de servir a su patria. Y si escribe bien la servirá aunque viva a mil kilómetros de sus costas. Cada buena obra -apocalíptica o no, pesimista u optimista, respetuosa o irreverente, trágica o cómica- debiera ser recibida con cantos de alabanza. Una página bien escrita salva a la patria. Todo gran libro la enaltece. Después de todo, como decía el gran poeta checo Jaroslav Seifert, "buscar palabras bellas es mejor que matar".

Abilio Estévez es escritor cubano.

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