Misterio y oficio
Puede hacer Jeremy Irons lo que quiera, puede hacer esto o lo contrario, y convencer en ambos casos con la misma facilidad, con igual celeridad y contundencia y, sobre todo, sin dar la impresión de que para hacer una u otra cosa tenga (como parece lo lógico) que cambiar de armas expresivas, de registros, como si algo que acompaña siempre (haga lo que haga) a su presencia, algo nada fácil de aislar, muy impreciso pero muy evidente, fuese de materia elástica y le permitiese dar la vuelta a un mismo gesto y transmitir con él, a su antojo, el derecho o el revés de un acto o un comportamiento.Mostrando sin cosmética su poderosa manera de manejar la duplicidad de su presencia, Jeremy Irons asombró en su creación del doble papel -dos hermanos idénticos, pero con personalidades tan opuestas que son, una respecto de otra, espejos invertidos- que hizo, con regusto al viejo reto del "más dificil todavía", en las negruras de Inseparables, donde esta peculiaridad de su técnica de composición y de actuación se manifestó casi automostrando sus trastiendas, en un regalo de inventiva y de sinceridad tan sutil como apabullante, y en una atmósfera donde entrecruzó con elegancia lo sombrío y lo irónico. Se lo pusieron allí a Irons en bandeja y logró uno de los más complejos y enigmáticos ejercicios de desdoblamiento que se han visto en una pantalla.
Esta ambivalencia de gesto no sería posible sin su poderosa fotogenia. Es un actor que no acude al exceso porque se mueve a sus anchas en la contención, pero precisamente porque su actitud natural ante la cámara es la de un cara de palo es por lo que cualquier subrayado gestual adquiere, en la quietud de su rostro, proporciones de estallido. Y de ahí que este gran representador de estados agónicos o de postración -recuérdense Belleza robada, La mujer del teniente francés, Herida, Chinese box- pueda ser capaz de darse a sí mismo la vuelta como un saco y dar cuerpo, y cuerpo más que convincente, a un actuador frenético desatado, a un manojo de nervios de acero en tensión agresora llevada a sus límites, como hizo en su electrizante malo de la tercera entrega de La jungla de cristal
Oficio
Esta duplicidad, este algo que muchos consideran inexplicable y encierran en un misterio Irons, quizás no lo es tanto si se acude -una vez más, a la hora de saber de dónde surgen ciertas formas del genio interpretativo- al recuento de su forja como actor y en ella se subrayan sus etapas de escuela y de magisterio sobre los escenarios del Old Vic y la Royal Shakespeare londinenses, templos donde se ejerce a fondo el don de la quietud y, desde él, se aprende a dominar la energía del disparo gestual instantáneo y explosivo.Irons, incluso en sus creaciones más agónicas, electriza (su mirada oscura le deja) su calma y convierte el morir en un puñetazo de vida, del mismo modo que transforma un declive en una gallarda elevación. Y su misterio deja de serlo, si se ve tras él lo que tiene de despliegue, expertísimo y exquisito, de teatralidad aplicada a la composición cinematográfica, alarde de oficio en el que Irons riza rizos y juguetea con la perfección.
Babelia
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