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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Retorno del gran cine ruso

El cine ruso se sumergió bajo los escombros de la Unión Soviética. Quedaron hilachas dispersas del viejo sistema estalinista de producción, y de ellas emergieron en goteo algunas películas aceptables, pero de escasa ambición, de las de andar por casa, mientras los cineastas con voz universal, como Alexéi Guerman y Elem Klímov, enmudecieron y con ellos calló una de las más antiguas y ricas escuelas del cine europeo.Esto dio pie a que, con apresuramiento, se sentenciase la muerte de este gran capítulo del cine, que ahora, inesperadamente y casi con sensación de que resurge de la nada o de algo que se parece a un paisaje de ultratumba, nos llega de nuevo con la magnífica El ladrón, que es no sólo una película llena de vida, libre, dura, inteligente, divertida, conmovedora, de trágica sinceridad y magistralmente interpretada e impulsada por una dolorida visión de la enormidad de la tragedia del estalinismo, sino que además es puro cine ruso, inimaginable fuera de las tradiciones que tiene a su espalda.

Vor (El ladrón)

Dirección y guión: Pável Chujrai. Fotografía: Igor Klímov. Decorados: Víktor Petrov. Música: Vladímir Dashkevich. Rusia, 1997. Intérpretes: Vladímir Maslikov, Yelcaterina Rednikova, Misha Filipchuk. Estreno en Madrid: cines Renoir plaza de España y Cuatro Caminos (en versión original subtitulada).

Cuenta una historia trepidante en la que se funde la aventura de un pícaro, experto en todas las artimañas de la ley de la supervivencia, con el aterrador itinerario del desastre de ese mugriento espectro de la esperanza socialista que fue el fascismo estalinista, la mayor estafa histórica de que hay noticia. En el estalinismo terminal, la historia triangular de un muchacho al que parieron sobre el barro de un camino del paraíso estaliniano -toda una metáfora negra- y que persigue el fantasma de su desconocido padre en el guapo golfo amante de su madre, un desvalijador de casas que se hace pasar por suboficial del Ejército Rojo y es capaz de robar los calcetines sin -quitar al robado los zapatos, es de una capacidad sugeridora explosiva, sobre todo si se añade que esta historia es evocada con tono elegiaco, desde la batalla de Grozni en la guerra de Chechenia, por un alto mando del ejército ruso genocida, y que ese evocador es precisamente, ya viejo y gastado, aquel muchacho cuyo paraíso perdido es la vereda embarrada de la estepa donde lo parieron.

Fuerza persuasiva

El trío interpretativo de El ladrón posee fuerza persuasiva y nos regala momentos de gran elocuencia, pues son personajillos tan magníficamente humanos, individuos tan certera y nítidamente -construidos, gente tan veraz y tan convincentemente amoral, que sus fechorías se disfrutan como hazañas, porque provienen de un destello de inteligencia en medio de un inmenso país embrutecido hasta límites bestiales. Tres despojados nos consuelan despojando a sus congéneres y saltan de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, de tren en tren, de casa en casa y de víctima en víctima, poniendo sin proponérselo patas arriba la lógica de la mayor impostura, a mitad de camino entre política y teología, conocida.El ritmo de este itinerario de ratas (o ranas) humanas está atrapado por una cadencia cinematográfica sobria y de magistral hechura, endiabladamente veloz y precisa, impregnada por un contagioso sustrato sentimental que endulza la miseria que nos cuenta y la hace vivible e incluso a ráfagas confortable. Gran cine, capaz de hacer disfrutar con su elogio del pesimismo, cosa muy rusa, como ocurre en las formidables escenas finales, en las que el muchacho reencuentra a su falso padre y éste ni recuerda su nombre: imágenes amargas y durísimas, pero que contienen tanta crueldad como verdad, por lo que logran humedecer las raíces de la emoción y hacer despuntar un amistoso sentimiento de pena diluida en una sonrisa.

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