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La corrupción institucionalizada

Una vez más, la dimensión personal de un asunto y su tratamiento mediático ocultan la responsabilidad del sistema que lo genera. Desde que el pasado 7 de noviembre la juez Eva Joly procesa a Christine Deviers-Joncourt, amiga de Roland Dumas, por el cobro de una comisión de 1.400 millones de pesetas con ocasión de la venta, en 1991, de seis fragatas francesas a Taiwan, la prensa y los medios de comunicación en general han polarizado su atención en tomo al brillante ex ministro de Asuntos Exteriores de Francia. Su veto durante casi tres años a la venta, oponiéndose al primer ministro y al ministro de Defensa, que querían autorizarla; las declaraciones de Deviers-Joncourt, ahora en la cárcel, afirmando que no logró convencer a Dumas para que aceptara; y las denegaciones reiteradas del actual presidente del Consejo Constitucional francés sobre su intervención en este tema, han alentado la voracidad de los medios. El par de zapatos de 276.000 pesetas que su amiga regala a Roland Dumas pagándolo con una tarjeta de crédito de Elf del que es empleada, será la guinda de este pastel envenenado. Abogado de las grandes empresas francesas, amigo y confidente de Mitterrand, defensor del Canard Enchaîne, promotor de las artes y liquidador de las sucesiones de Picasso y Giacometti, uno de los políticos europeos con mayor glamour, y, sobre todo, máximo celador actual de la integridad de la vida política francesa, en trance de ser procesado, no cabe mejor filón periodístico. Pero ¿de qué se le acusa?, ¿de haber acabado cediendo a la presión del Gabinete y aceptado la venta?, ¿de haber autorizado la comisión?, ¿de haber percibido una parte de ella a través de su amiga?En su entrevista en Le Figaro de la semana pasada, Roland Dumas confirmaba que en 1991 el Elíseo y el Ministerio de Hacienda habían autorizado, y Thomson, fabricante y vendedor de las fragatas, había pagado la comisión prevista. Según el Express de esta semana, su importe era de 2.500 millones de francos franceses, es decir, de 62.500 millones de pesetas. Es evidente que una cifra tan exagerada no representa el importe de una comisión, sino el pago de un cohecho. Esta vez legitimado y bendecido por Francia y en otras ocasiones por EE UU, Reino Unido, China, Rusia, etcétera, es decir todos los Estados que comercian en armas, sin excluir el nuestro. Pues este comercio internacional no sólo estimula las inacabables matanzas de los países en desarrollo y ha hecho posible los genocidios fratricidas de la antigua Yugoslavia y África central, sino que se ha convertido en el pudridero de los Estados. Me refiero a las prácticas institucionalizadas, que muchos saben y nadie dice, relativas al reparto de las "cornisiones guerreras" entre las cuentas suizas de los dictadores africanos, asiáticos y latinoamericanos y las cajas negras de los partidos democráticos, todo ello en la impunidad de un silencio implícitamente pactado y en la paralegalidad de un programado vacío legal y de unos usos internacionales explicitamente delictivos y aceptados.

El liberalismo radical y la desaparición de los organismos de control en la exportación de armas como consecuencia del fin de la guerra fría han ensanchado el ámbito de los tráficos de todo tipo que acompañan siempre al comercio armamentista. De la que hay que salir. El convenio adoptado el 20 de noviembre pasado, en el marco de la OCDE, relativo a la lucha contra la corrupción en las transacciones comerciales internacionales, a pesar de la limitación de su alcance, significa un notable avance. Que viene, además, acompañado por la iniciativa de crear un código europeo para la moralización de la venta de armas que la UE puso en marcha, abandonó y ha vuelto a retomar. Si el código se aprueba en mayo, sus promotores podrían convertirlo en directiva antes de que acabe el siglo. Y Europa habría contribuido a que se ganase una de las grandes batallas de la moral de los Estados.

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