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Serenos

Madrid ha perdido a sus personajes más típicos, entrañables y chuscos, por ejemplo, los serenos. Fueron protagonistas importantes de las noches capitalinas, nada menos que "la autoridad competente", pero el tipismo de su función e idiosincrasia no escapó a los autores de zarzuelas, sainetes, comedias y revistas, que los representaron, con más o menos chispa, en muchas de sus obras. Mayoritariamente asturianos o gallegos, su acento regional, burdamente remedado, causaba la hilaridad del respetable. Se llamaban, o se les llamaba, Manolo o Pepe, llevaban gorra galoneada, gabán en invierno o delantalillo gris en verano, portaban enormes manojos de llaves, blandían un chuzo de aspecto bastante disuasorio y acudían corriendo y vociferando "¡vaaaa!" cuando los vecinos les solicitaban batiendo palmas para que les abrieran el portal de su casa. ¿Por qué no se las echaban ellos mismos al bolsillo? Porque eran gigantescas, pesadas, feudales. Como no existían servicios meteorológicos para el público ni tontunas de ésas, y como muchos no tenían o teníamos reloj, los serenos de antaño (el cuerpo, muy serio, había sido creado en los años treinta -del XIX) cantaban a voz en grito tales circunstancias a través de las noches y madrugadas; por ejemplo, "¡las tres en punto y sereno!", o sea, raso, despejado, y de ahí su nombre, "sereno de villa y comercio", que quedaba muy digno.Vivían los pobres de propinas y aguinaldos, casi siempre misérrimos, no obstante lo cual, imisterios de la existencia!, había tiros para ocupar plaza, con pujas muy altas. No siempre, empero, resultaba el hecho tan misterioso, ya que, durante la interminable posguerra y dependiendo de su circunscripción, muchos de ellos se sacaron sus buenos patacones ayudando al pecador reprimido a encontrar el camino del burdel de turno, es decir, proxeneteando un poco. Yo los recuerdo bonachones en general, no muy seguros de su alta autoridad, humildes y obsequiosos, que si "señorito" por aquí, que si "señorita" por allá. Y ahora, con la venia del amable lector, me da un pequeño ataque de risa, pues parece que estoy hablando de tiempos remotos, y todavía no han debido transcurrir ni 10 años desde aquellas noches un sí es no es etílicas en las que yo transportaba a un querido amigo y colega ya desaparecido hasta su casa, en la calle de Ruiz Perelló, lo depositaba en los fornidos brazos de su Manolo y me marchaba a dormir con la satisfacción del deber cumplido (bueno, es que resulta que, cuando la especie se extinguió oficialmente, este sereno y el de Velázquez, no menos fastuoso, decidieron seguir por su cuenta "till death us part", hasta que la muerte nos separe).

Otros tipos de una pieza eran los guardas de parques y jardines, con su uniforme de antigua prosapia y un montonazo de ruralidades en sombrero, banda pectoral, plano refulgente, polainas, escopeta, trompetilla "de aviso de infracción" y demás parafernalia. Estos sí que estaban imbuidos de autoridad, supongo que la escopeta hace mucho, y, cada vez que de niños teníamos que pisar la hierba del Retiro o el Parque del Oeste, RIP, para recuperar un balón o mera pelotina caídos sobre el césped, el pavor nos dominaba ante la posibilidad de que nos cazasen con las manos en la masa. ¡Era una falta gordísima!

"Con los años y la vía ha cambiao mi queré", como decía la sambra aquélla, y ahora me sorprendo a veces añorando la presencia de tan beneméritos funcionarios en los parques madrileños, tan lamentablemente depauperados. ¿Quién los vigila y protege hoy, día a día, hora a hora? La respuesta es horrorosa: nadie. Sería justo y necesario que se refundase el cuerpo, y la función, aunque limitándo la al estricto cuidado del parque en sí. Lo digo porque, en la época de marras, aquellos calderonianos señores -al igual que todas las fuerzas y cuerpos de seguridad, con la anotada excepción de los serenos- echaban una mano, por lo general dura, en la represión de la presunta lujuria: un casto beso a la novia de uno, o incluso a la mujer, sobre todo en la hora pecaminosísima del crepúsculo, podía constituir grave infracción del orden constituido.

No les guardamos rencor: que vuelvan a casa por Navidad.

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