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Mi Salón

Vicente Molina Foix

Antes de su "yo acuso" célebre en el caso Dreyfuss, Zola llevaba más de 20 años acusando otras injusticias. En 1863, dos jóvenes provenzales que son amigos desde la escuela visitan en París el Salón de los Rechazados, donde, entre otros cuadros mal vistos por el jurado del Salón oficial de pintura, Manet ha podido colgar su Almuerzo en la hierba. Tres años después, Émile Zola, uno de aquellos dos visitantes, irrumpe estruendosamente en el periodismo con una serie de polémicos artículos sobre el Salón de 1866 que, cuando publica juntos bajo el título que yo he puesto arriba, dedica a su acompañante de aquella tarde parisina, Paul Cézanne. "¿Sabes?", le dice a su amigo en la dedicatoria, "¿que éramos revolucionarios sin saberlo?". La revolución de Zola y Cézanne acabó llegando a los museos y a las historias del arte, pues sólo defendía la individualidad de la obra artística, algo que el amigo pintor siguió cultivando con la desfachatez del genio 40 años, y sólo rechazaba, en las palabras combativas del amigo escritor, la teatralidad historicista y las ensoñaciones perfumadas de la "corporación de los enjalbegadores elegantes".Escribir del Salón era ya en tiempos de Zola un género de la literatura, iniciado gloriosamente por Diderot un siglo antes y en el que brillarían Stendhal, Gautier, los Goncourt, Baudelaire. También en Italia, Inglaterra o España se escribieron salones de gran altura literaria, siendo quizá entre nosotros Eugenio d'Ors el último en haberlo practicado con el modo y la asiduidad de otros siglos. Porque aquí el problema está en que el género ha desaparecido más por cambios en la costumbre que por falta de material humano. Sólo la tradicionalista Gran Bretaña sigue mostrando cada año la novedad amontonada de sus artistas plásticos en la Exposición de Verano de la Royal Academy, donde el público va a ver y a comprar.

En España y en los países menos ceremoniosos, si uno quiere zambullirse de golpe en la corriente artística ha de ir a las ferias. Arco, que este año celebra su octava edición con una paradójica aunque habitual mezcla de euforia y protesta, luce bien en esa especie de ciudad ideal del Siglo de las Luces que es el Parque Juan Carlos I, que por las noches, apagado el carrusel de sus feriantes, debe ser una ciudad fantasma o una ciudad dormitorio sin niños, ni perros. Ustedes, como yo, habrán leído estos días a los críticos de arte ponderar y clasificar los miles de artefactos que las 204 galerías exponen en Arco. No hay queja: la crítica de arte es en España, ciñéndonos a la que se lee en EL PAÍS, El Mundo, El Abc Cultural, La Vanguardia y otros periódicos, excelente, con un nivel de rigor y conocimientos que sólo iguala la cinematográfica pero no, por desgracia, la de libros. Yo lamento, con todo, no encontrarme en la prensa los arcos, de los grandes escritores del momento. ¿Saber de arte? Estoy seguro de que una mayoría de mis colegas es capaz de opinar de pintura o fotografía con la solvencia que Updike o John Ashbery revelan en sus frecuentes reseñas de exposiciones. ¿No será que al perder el filo de un potencial revolucionario el arte ya no mueve más que al crítico o al comprador? La desmovilización del artista fuera del estricto terreno de su propia disciplina es un síntoma del acomodo a cauces más mercantiles que militantes, más profesionales que grupales. Naturalmente, si una brigada ligera de la Xunta carga contra unos vanguardistas recalcitrantes en Santiago de Compostela, el intelectual, con toda razón, se manifiesta o firma un documento. Pero la verdad, se echa mucho de menos el tiempo en que poetas, músicos, pintores y teatreros intercambiaban una forma de crítica "parcial, apasionada, política", llevados todos por esa misma "pasión que aproxima a los temperamentos análogos". Son palabras del Salón que Baudelaire escribió en 1846.

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