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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

España e Irak

CASI SIETE años después de la guerra del Golfo se vuelve a plantear un nuevo -y todavía hipotético- bombardeo contra Irak en condiciones muy distintas. ¿Debe España autorizar -como hizo entonces- el uso de la base de Morón por las fuerzas norteamericanas en la operación de castigo al dictador Sadam Husein? En esta ocasión hay motivos para pensar que no.España está contra la posesión de armas de destrucción masiva, sobre todo las químicas o bacteriológicas, y especialmente cuando están en manos de déspotas irresponsables. Por ello, aplica el embargo contra Bagdad decretado por la ONU, y exige que se cumplan las resoluciones de este organismo para una completa inspección y destrucción de tales armas en Irak, caso de que existan. Al mismo tiempo, España es un aliado de Estados Unidos, y la base de Morón, cuyo uso solicita Washington para facilitar el repostaje de sus aviones, no es española, sino norteamericana, sujeta a autorización de Madrid para su utilización en determinadas misiones, lo que plantea una responsabilidad algo distinta en el caso que nos ocupa.

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Pero el eventual desencadenamiento, en las próximas semanas, de una operación que se adivina de grandes dimensiones no debería contar con participación española por razones fundamentalmente políticas. En primer lugar, no está demostrado que esa operación pueda verosímilmente cumplir el objetivo de destruir los arsenales de letalidad extrema que, según Washington, posee el régimen iraquí; no hay precisión alguna de armas inteligentes capaces de alcanzar unos blancos cuya ubicación y naturaleza se desconoce, y, a cambio, no parece posible evitar un desaforado coste de vidas humanas en un programa de bombardeos de saturación, como se cree que son los que se avecinan.

Del devastado Irak de hoy parece excesivo asegurar que constituye una amenaza, salvo para sus propios ciudadanos. Y no parece que la ONU otorgue mandatos para cambiar regímenes, por deplorables que sean. Cualquier paralelismo con lo ocurrido en 1991 está fuera de lugar. Entonces se trataba de restablecer el orden internacional, brutalmente roto por la invasión de un país soberano. Tras fracasar todos los intentos de persuasión pacífica, no quedó otra alternativa que aceptar el hecho consumado de la absorción de Kuwait o intervenir militarmente. Ahora no ocurre nada comparable. Tratar de poner a todo un país de rodillas y destruir toda su infraestructura civil es lo que, precisamente, puede arrojar al último recodo de la desesperación al dictador iraquí, Sadam Husein, e inducirle a usar lo que tenga a mano contra quien sea -léase Israel-, aunque todo parece indicar que no tiene con qué transportar tan lejos sus posibles bacterias. Decir que saldría el tiro por la culata, quedaría incluso algo corto.

A la vista de todo ello, considerar agotada la vía diplomática, como afirma Washington, suena a temerario. Bagdad ha ido reculando en los últímos años, hasta ir mostrando cada vez con mayor extensión, gracias al embargo, qué armas le quedan para hacer la guerra. Es más, no se han encontrado pruebas de que existan esas demoledoras armas, aunque sí se han inutilizado componentes y procesos que podrían haber conducido un día a la producción de tales agentes de destrucción.

Casi todos los países árabes, Rusia, Francia e Italia entienden que la presión diplomática tiene todavía un camino por recorrer antes de decidir el uso de la fuerza. Ésa ha sido también la posición española durante las últimas semanas, y en ella debería perseverar, incluso a costa de negar a Washington la autorización para emplear bases sobre territorio español para una operación que más que a Saddam Hussein terminará castigando al pueblo iraquí.

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