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Reportaje:VA DE RETRO

Memorias de un 'residente'

Tomás Cañas, de 92 años,coincidió en la Residencia de Estudiantes con Garcia Lorca, en 1924, e hizo amistad con él

"Yo soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue peor. Mi única época buena fue la que pasé en la Residencia de Estudiantes, pero de eso hace ya muchos años", comenta Tomás Cañas mientras juega al billar en el Casino de Madrid. in presiona la forma física y la lucidez de este farmacéutico nonagenario que tuvo la suerte de ser admitido en 1924 (hace 74 años, aunque cueste creerlo) en una de las instituciones culturales y pedagógicas más avanzadas de este siglo, la Residencia de Estudiantes, y coincidir con destacados artistas y científicos cuando aún estaban comenzando sus carreras.Hijo de un pintor sevillano de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, llegó a Madrid con 18 años para estudiar Farmacia y ocupó en la Residencia -donde no era fácil entrar la plaza que dejó un hermano suyo. Allí se encontró con el grupo de amigos que formaban Lorca (del que este año se conmemora el centenario de su nacimiento), Dalí y Buñuel. "Eran mayores que yo y llevaban tiempo como residentes. A Dalí le gustaba sentarse en un banco muy barroco que había donado el duque de Alba. Era un chico delgaducho, con los pelos encima de la cara, y a nosotros nos parecía rarísimo, igual que las cosas que pintaba. No acabó Bellas Artes y jamás imaginé que llegaría a ser tan importante", admite Tomás, que nunca perdió el acento sevillano ni la guasa andaluza con la que impregna muchos de sus recuerdos.

Con Lorca en cambio tuvo bastante trato. "Ambos éramos andaluces y había una afinidad de región. Cuando le conocí me pareció, por sus maneras y aspecto, un hombre de pueblo, pero después se refinó mucho. Enseguida se hizo muy popular, sobre todo como autor de teatro. Yo asistí a algunos de sus estrenos, en los que se montaban unos escándalos tremedos. Había gente que abandonaba la sala a mitad de la función, no porque se aburriera, sino porque el texto le parecía inmoral. Eran otros tiempos y el único teatro que tenía éxito en Madrid era el de Muñoz Seca y los hermanos Álvarez Quintero", recuerda.

"Hasta que no terminó la guerra civil, yo la pasé en Madrid porque trabajaba en el Instituto Veterinario Nacional y además tenía una farmacia en la calle de la Reina", no me enteré de que le habían fusilado. Si no se hubiera marchado a Granada no le habrían matado. Era un hombre popular y muy significado políticamente. En un sitio pequeño era más fácil que le localizaran. Cometió un error y lo pagó con la vida".

"La guerra fue terrible", continúa. "Pensamos que iba a ser cosa de 15 días y duró tres años. A muchos de mis colegas les mataron o se exiliaron. Y luego los diez años de posguerra, que fueron si cabe peor. Cuando teníamos que haber estado dedicados a desarrollar nuestra profesión, sólo pensábamos en conseguir comida. El hambre fue humillante".

Y también brutal el contraste con la vida que Tomás había conocido en el Madrid de los felices años veinte. "En la Residencia había una gran libertad. Sólo estaba prohibido jugar a las cartas. Había infinidad de actividades culturales en las que intervenían las más destacadas personalidades. Yo asistí a conferencias de Valéry, Chesterton, Wells, Le Corbusier, Keynes, Madame Curie o Einstein, y a conciertos en los que actuaban Falla, Stravirtsky, Ravel y Turina", relata.

También solía toparse con Ramón y Cajal, que, jubilado de su cátedra, frecuentaba la Residencia, o Unamuno, del que recuerda su afición a la papiroflexia. "A los estudiantes del curso para extranjeros les regalaba pajaritas con la inscripción Made in Spain".

Pero el acontecimiento que más le fascinó fue la conferencia del arqueólogo que había descubierto la tumba de Tutankarnón, Howard Carter. "Hubo una gran expectación. El rey Alfonso XIII vino a escucharle a la Residencia. Tuvo que repetir la charla en un teatro de la Gran Vía y hubo puñetazos para entrar. El público se quedaba boquiabierto cuando le escuchaba describir la momia y el sarcófago de oro".

La movida madrileña, rememora, estaba hace 70 años en la plaza de Santa Ana. "Nos reuníamos en dos cervecerías, el Cocodrilo y el Oro del Rhin, y asistíamos a la sesión vermú, a las siete de la tarde, de dos cines de la calle de Génova, el Royalti y el Príncipe Alfonso. Ligábamos poco, porque las mujeres no entraban en los bares. Las opciones eran acudir directamente a un cabaré, o a los té dancing del hotel Palace, donde el único objetivo de las chicas era la pesca de novio. Todo era muy recatado e inocente", dice con cierta pena.

La felicidad se acabó con la guerra. "La Residencia se cerró y el director, Alberto Jiménez Frau, un hombre de gran prestigio y muy querido por los estudiantes, tuvo que exiliarse en Londres. Los residentes, incluidos los que ya no estábamos allí, demostraron una gran solidaridad e hicimos una colecta para ayudarle económicamente. No nos volvimos a reunir hasta 1958, y recuerdo que nos enviaron a un policía para ver si hablábamos de política".

"Ya no mantenemos ningún contacto. Casi todos los residentes han muerto y a mí un día de éstos me van poner una bomba los de Hacienda, porque les estoy saliendo muy caro", bromea Tomás, que en la actualidad vive con su segunda mujer en el barrio de Salamanca. De este siglo, lo que más le ha impresionado es la libertad conseguida por las mujeres. "Bueno, y también ver a mi nieto de 13 años navegar por Internet", concluye.

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