Del Titanic al titanio
No tuve ni siquiera la oportunidad de consultar el mapa, apenas lo hube desplegado se acercó una muchacha que hacía footing en las proximidades del Ayuntamiento y me preguntó si andaba buscando el guguen. Para alguien habituado al sonido del vasco esta palabra suena tan familiar como Egure o egunon. Luego me indicó por donde se iba al guguen, no sin advertirme que prestara atención al puente de Calatrava. Obedecí, pero el puente de Calatrava, una de sus aéreas osamentas blancas, cruza la ría por el muelle de Uribitarte y se da una tremenda bofetada contra las ruinas a las que conduce, un monstruo a medio destruir que recuerda los carcomidos templos de la ribera del Ganges.Unos metros más adelante se levanta la mole de un puente poco apreciado pero al que tengo en gran estima, el de la Salve, construido por el profesor Batanero de la Escuela de Ingenieros de Madrid, hacia 1968. Un golpe de suerte lo ha incluido como elemento ornamental gigante en el Guggenheim-Bilbao de Frank Gehry. Visto desde el campo de Volantín el puente posee la suave curvatura y el nervio formidable de un puente neoyorquino en miniatura. Si yo fuera empresario pondría un café bajo sus potentes torres, con ventanas hacia el guguen y un buen surtido de whiskys. Precisamente en esas torres funcionan dos ascensores que por 23 pesetas te colocan a la altura idónea para observar la mole del guguen. Apenas nadie los utiliza, pero yo subí acompañado por un hombre joven de aspecto elegante (uno de esos agradables bilbaínos que se ponen el loden incluso para dormir) quien, no sin antes carraspear educadamente, me preguntó: "¿Le ha gustado el guguen?". Manifesté una prudencia tan catalana como antipática, de manera que el hombre carraspeó de nuevo y sobreponiéndose a su timidez insistió: "Ya verá como el interior es muy bonito". Los bilbaínos están felices con su museo y desean que todos participemos de su felicidad. No es difícil. Como diría un viejo camarero checo en una película de Lubitsch: "Es posible ser feliz en Bilbao".
Desde lo alto del puente las brillantes placas de titanio devoran el panorama de la ría y los montes adyacentes. Los volúmenes, desplegados como en anteriores construcciones de Ghery mediante ordenador, toman aquí un carácter marcadamente jovial. Las deformaciones del lucernario visible desde la Salve recuerdan la ciudad expresionista de Tim Burton en Batman, o la animación de cintas como Quién mató a Roger Rabbitt. Todo el edificio es una danza de sólidos que agitan sus volúmenes con impudor, como gordos personajes de tira cómica. El museo es un rock and roll de plata sobre el cementerio del hierro.
En el portal, el baile de las formas geométricas revestidas de titanio es desenfrenado y casa perfectamente con el colosal perro de Koons que vigila la entrada revestido de flores. Y es que el edificio está hecho para gustar, para caer simpático, para animar el cotarro, promover el buen rollo y hacer que todo parezca tan chuli y tan guay como el perro de Koons al que sólo le falta agitar la cola y decir: "Bienvenidos al guguen" con la voz de Goofy. No se agita ningún rabo, pero los cubos y cristales y piedras cremosas de Granada del atrio bailan la rumba y gritan: "Bienvenidos al guguen" y luego estallan en carcajadas metálicas y dan volteretas. Como si compitiera con Spielberg, Frank Ghery dice que "para hacer edificios hay que conservar un cierto sentido infantil". Para hacer edificios como el suyo, habría que añadir.
El interior confirma la impresión habida desde el puente de la Salve; Ghery ha concebido una pirámide de vidrio incrustada en una escultura resplandeciente, de manera que la masa externa se vea aligerada por la luminosidad del día y el espacio interno reciba el máximo de luz natural. Es brillante, es amable, carece de misterio, todo en él es externo y extrovertido y espectacular. No tendrá que padecer las amargas descalificaciones por las que pasó el Centro Pompidou, cuya concepción revolucionaria levantó en 1977 toneladas de ira e incomprensión. El Pompidou era una arquitectura moderna y de combate; el guguen, como corresponde a la posmodernidad, es un espectáculo popular y todo el mundo lo ama.
La alegría que ha traído este museo delicioso y amable a una ciudad tan dura y hosca como Bilbao es imposible de transmitir. Visite familias de la burguesía ilustrada que manifestaron respirar un poco de aire cosmopolita por primera vez desde hacía muchos años. Hablé con arquitectos entusiasmados por las posibilidades que abre la renovación general de la ría. Vi cientos de jóvenes agolpados ante los Kandinsky, los Malevith, los Rothko, los Kiefer. Una seductora ejecutiva del museo me informó sobre las magníficas cifras de visitantes y los proyectos de compras para el fondo permanente. Por contagio, el extraordinario Museo de Bellas Artes ve crecer colas ante su puerta por primera vez en medio siglo. Y un inteligente (y combativo) arquitecto bilbaíno comentó con sorna que ver negros en Bilbao le hacía sentirse como en Londres.
La ilusión de la gente de Bilbao es contagiosa y de ella sólo se autoexcluyen los fascistas que mataron a un vigilante el día de la inauguración. Esa ilusión de la buena gente es la mejor justificación para que un museo cuya existencia sólo ha sido posible gracias a la más brutal de las colonizaciones americanas y a una operación política impensable en cualquier país democrático. Sin embargo, es justo reconocer que sólo así se podía llevar a cabo. Los catalanes tienen en su museo de arte contemporáneo (Macba) el perfecto ejemplo de cómo se aborta una buena idea cuando se pacta con todo el mundo.
Pero los ejecutivos del nacionalismo no violento deben reflexionar sobre este extraordinario fenómeno y deducir las consecuencias adecuadas, a saber, que sólo cuando han invertido 40.000 millones en cultura "extranjera", sólo cuando han evitado el asfixiante monopolio de la subvención endogámica, sólo cuando han sacrificado la "identidad vasca" por una identidad universal, sólo cuando han excluido la simbología del romanticismo étnico y foral, sólo entonces la gente de Bilbao respira aire fresco y se siente libre en su ciudad. Sólo entonces los maketos viajamos a Bilbao para aprender muy deprisa en Bilbao.
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