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Tribuna
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Por amor al arte

La ambivalencia de la época en que vivimos es tan apasionante como dramática. La fragilidad de las ideologías y la inestabilidad de las maneras de apreciar la realidad, junto a una imparable alianza entre todas las formas de conocimiento, enmarcan unos tiempos que se anuncian extraordinarios para la creatividad, precisamente porque el espacio de opinión se ha ampliado súbitamente, de modo que si tenemos valor suficiente, podemos asumir la libertad sin ningún tipo de restricciones.Sin embargo, las inevitables estructuras que construyen la democracia y la política, para administrar colectivamente el libre albedrío, generan dinámicas perversas y nichos de iniquidad a los que difícilmente podemos sustraernos y que apenas podemos esquivar. El arte es un ejercicio libertario por definición y un acto de generosidad sin intercambios, inseparable de la condición humana y uno de sus atributos más sagrados.

Pero para los necios y su objetiva conjura, se trata de algo trivial, sujeto al comercio más interesado y un instrumento utilísimo al servicio de los fines más inconfesables. Por su resonancia mediática y por la notoriedad social que en este mundo de emulaciones concede, lo artístico es una golosina ambicionada por todos aquellos que buscan el poder puro, sin ningún criterio ético que acompañe a tal querencia.

Es absolutamente lógico pues, que la relación entre los museos de arte contemporáneo que total o parcialmente se financian con dinero público y las administraciones correspondientes, se convierta en una dialéctica de tensiones, que acaba por neutralizar, desvirtuar e incluso impedir buen número de proyectos museísticos consistentes y extremadamente útiles para las colectividades a los que van dirigidos, a pesar de que en ocasiones, cuentan, mientras es posible, con el apoyo de figuras políticas preclaras y con amplitud de miras.

Ésta es una problemática universal que no entiende de signos ideológicos, pero es curioso y hasta patético cómo España, tras algo más de veinte años de democracia, ha sabido incorporarse con rapidez a esta deriva siniestra. Acabo de vivir en mis propias carnes el óbito de un proyecto museístico que parecía un sueño, pero no he sido la única, pues parece que mi experiencia particular forma parte de una tónica que es ya general y se extiende inexorablemente por todo el Estado con inesperada eficacia y prontitud.

En lugar de gozar de una imprescindible continuidad y de una autonomía administrativa que la garantice, la gestión de los centros de arte contemporáneo españoles está siendo engullida por las luchas de poder y por las burocracias kafkianas que las instrumentan. Con urgencia hay que parar este proceso regresivo. Yo ya lo he intentado y continuaré haciéndolo, precisamente por amor al arte y por dignidad, que es lo mismo.

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