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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La ferocidad blasfema de Manuel Ocampo se muestra en Badajoz

Una exposición recoge 40 obras del provocador artista filipino

Una exposición monográfica de Manuel Ocampo, nacido en 1965 en la localidad filipina de Quezon City y, desde hace unos años, residente en Sevilla, se abre mañana en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, de Badajoz. Se han reunido para la ocasión unas cuarenta obras de Ocampo escogidas por el comisario de la muestra, Fernando Huici.

En el catálogo de la exposición de Manuel Ocampo hay textos, ¡atención!, de tres artistas españoles de, a su vez, tres generaciones diferentes: Eduardo Arroyo, Guillermo Pérez Villalta y Pedro G. Romero. También escriben el propio comisario y el crítico estadounidense Kenneth Baker. Es difícil lograr semejante toque de arrebato en la presentación de un artista joven y mucho más allá del Nuevo Mundo. Pero ¿por qué este consenso apoteósico? Es cierto que cuando, por primera vez, se contempla un cuadro de Ocampo se sufre un shock. Se cree uno que está de vuelta de casi todo, y no digamos si está pintado, pero, en efecto, la perplejidad te entra por los ojos y necesitas frotarlos. Al principio, aún sin salir de la estupefacción, crees que es la brutalidad de la imagen lo que te ha puesto así; enseguida sin embargo, te percatas de que el asunto es más grave: lo que te sacude es la pintura. Admito que puede haber alguien que no sea capaz de traspasar el primer momento, esto es, que se quede paralizado por la ferocidad blasfematoria de Ocampo, el cual, a través de sus orígenes filipinos, ha podido experimentar la mezcla explosiva de un catolicismo contrarreformista con los ritos cruentos de una cultura indígena llevada al límite. Para decirlo en asépticos términos operacionales, la ecuación es sencilla: brutalidad por brutalidad igual a brutalidad al cuadrado.Insisto, no obstante, que resta aún lo esencial, aunque algunos, obnubilados ante lo que ven, no acierten a traspasar el umbral del icono. Lo que eleva la brutalidad a la enésima potencia es la pintura. ¿Acaso se pueden separar la imagen-narración y la imagen-ventana-pintura? Desde luego, cuando uno se siente verdaderamente electrocutado por el arte, no. Éste es el caso de Ocampo. Su forma de pintar es indivisible porque nada hay en ella superfluo, ni siquiera la rabia destructora que zahiere el cuadro con violencia inusitada. No hay nada que se pueda allí considerar del derecho, con lo que lo de menos es que no sea la suya una pintura de derechas. Todo queda revuelto, puesto patas arriba, en interminable caída libre: un volcán, ¡qué digo!, un revolcón. Sin embargo, lo verdaderamente inquietante es que notamos la extraña frialdad del ejecutor armado con su pincel-cuchilla. La cólera es fría, deliberada, de manera que el ballet de formas escupidas se parece a los movimientos del bailarín más virtuoso: ¡un Nureyev del crimen!

Comprendo la sorpresa, el escalofrío y el frenético entusiasmo de los tres artistas españoles que jalean a su oriental colega venido del confín del mundo. Algo así se debió sentir, ¡ay!, en la época de las primeras vanguardias. No puede haber nada más artística y políticamente incorrecto que Manuel Ocampo. Hay que agradecérselo. Yo se lo agradezco.

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