El virrey desnudo
Decididamente, el victimismo ha cambiado de bando. Después de habérsele considerado con desdén, durante lustros, como un rasgo inherente al discurso catalanista, aparece hoy felizmente casado con quienes defienden el status preferente del castellano en Cataluña y la posición de sus monolingües (porque castellano hablantes, en Cataluña, lo somos todos). De un tiempo acá, una ofensiva mediática en toda regla bombardea a la opinión pública -con impacto mayor cuanto más grande sea la distancia del receptor respecto de la realidad catalana- a base de mensajes apocalípticos que aluden a la "xenofobia", a la "limpieza étnico-lingüística" o a la "inquisición lingüística" imperantes o inminentes en Cataluña, que hablan de empresas discriminadas, de derechos individuales pisoteados, de "sanciones" e "imposiciones" -sin precisar a quién, ni cómo- e incluso comparan -con matices, ¡menos mal!- este debate de las lenguas con la lucha por los derechos civiles de los negros americanos en los años sesenta.Decir que todos cuantos sostienen esas tesis mienten a sabiendas sería demasiado fácil, además de injusto. Para explicar esa percepción distorsionada de los hechos y las situaciones es más útil recurrir a lo que las ciencias sociales denominan el complejo obsidional; un síndrome de fortaleza sitiada que puede afectar coyunturalmente a determinada comunidad humana -sea de carácter religioso, lingüístico, étnico o de otro tipo- y que la hace sentirse acosada, amenazada, perseguida o incluso en peligro de desaparición, provocando en ella reacciones más o menos virulentas, pero que se reputan como puramente defensivas. Y no se crea que este complejo obsidional es patrimonio de grupos minoritarios. Por poner un ejemplo exótico, el actual fundamentalismo religioso hindú -que tiene su principal expresión política en el Bharatiya Janata Party (BJP)- cultiva y explota el complejo de "inferioridad mayoritaria" de los hindúes que se sienten "cercados por el islam", a pesar de que su comunidad representa el 81,5% de los habitantes de la Unión India. Más o menos, el mismo porcentaje que ocupa hoy la lengua castellana en los flujos informativos, la producción editorial, la publicidad o la actividad mercantil de Cataluña...
En todo caso, y puesto que el actual cóctel de psicosis y demagogia toma como pretexto la nueva ley de política lingüística promulgada el pasado 7 de enero, parece razonable preguntarse si esa norma supone, en la legislación lingüística comparada, un hito de extremismo o de radicalidad. Desde estas mismas páginas, alguno de los detractores de la ley catalana la ha querido emparentar, para descalificarla, con la famosa Ley 101 o Carta de la Lengua Francesa vigente en Quebec desde 1977. Al hacerlo, no obstante, olvidó subrayar que, entre otras grandísimas diferencias con la catalana, la norma quebequesa establece la rotulación monolingüe obligatoria tanto en la esfera pública como en la privada, incluyendo marcas y nombres comerciales. En la belle province canadiense, por ejemplo, no existe la popular cadena de restaurantes rápidos Kentucky Fried Chicken, sino los Poulet Frit à la Kentucky, y los automovilistas no pueden ni deben detenerse ante las señales de Stop, simplemente porque no las hay; lo que hay son señales de Arrêt.
Sin embargo, no consta que ni las instituciones federales de Ottawa, ni los organismos internacionales que velan por los derechos humanos, ni Amnistía Internacional ni ninguna otra ONG, hayan cuestionado la legitimidad de la Ley 101 de Quebec o hayan emprendido campaña alguna contra la "opresión lingüística" en aquel territorio. Más aún: esa ley, promulgada por una mayoría del Parti Québécois, ha seguido siendo aplicada por sucesivos Gobiernos de signo antinacionalista. Todavía más: a la intención de aquellos que, en España, ven tras el proceso de normalización de la lengua catalana el fantasma del secesionismo, será útil recordar que, en Quebec, dos décadas de vigorosa potenciación legal del francés no han impedido que las propuestas soberanistas fueran derrotadas tanto en el referéndum de 1980 como en el de 1995.
Pero detengámonos en lo que parece ser el núcleo principal de las quejas y los agravios: el hecho de que el catalán sea la lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza primaria y secundaria; la llamada inmersión lingüística. Se supone que hay un consenso político y social generalizado que establece como horizonte ideal en materia de lenguas la indistinta y perfecta aptitud de todos los ciudadanos de Cataluña en castellano y en catalán, porque sólo desde ese doble conocimiento existe la plena libertad de escoger. Pues bien, si confiáramos ese objetivo únicamente a la herencia familiar, a la influencia de los medios audiovisuales y del cine, a la lectura de la prensa, a los grupos de amigos y otros ámbitos espontáneos de diversión o de socialización, es evidente para cualquier observador de buena fe que una parte considerable de los habitantes del Principado llegarían a la edad adulta sin conocer el catalán, siendo monolingües en castellano. Para evitarlo, para conseguir no sólo que aprendan, como se aprendían las declinaciones, sino que vivan en catalán -es el único modo serio de poseer una lengua- al menos durante unas horas diarias, ¿qué otra fórmula existe más que la inmersión escolar?
¿Y sobre qué base -más allá de la pura calumnia doctrinal- puede afirmarse que el objetivo del nacionalismo catalán de hoy es la desaparición del castellano? Si así fuera, y a la vista de las evoluciones ocurridas desde 1980, el nacionalismo catalán sería rechazable no sólo por sectario y estúpido, sino también por ser el más torpe e ineficaz del mundo. Pero sospecho que para algunas víctimas del complejo obsidional antes descrito, la más leve mengua de hegemonía se convierte en amenaza de desaparición.
De cualquier modo, que un dirigente político responsable -quiero decir, no perteneciente a la "franja lunática"- convoque a la desobediencia civil para defender una lengua, el castellano, que tiene a su favor las leyes del mercado, la demografía, el ordenamiento constitucional español, la normativa europea, las inercias mentales de tres siglos... y hasta al papa de Roma, resulta grotesco. Tan grotesco y tan burdo como si -permítaseme otra vez una metáfora indostánica- para contrarrestar las reivindicaciones del Mahatma Gandhi en taparrabos, el virrey británico de las Indias hubiera decidido comparecer desnudo. Desnudo, pero sin soltar el sable.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.