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¿Qué pasa en España?

José María Ridao

A más de dos décadas del inicio de la transición, lo único que se puede afirmar con rotundidad es que la España de hoy no es la España de hace 20 años, la España de la aprobación de la Constitución y del consenso. Entonces, recién desaparecido el general Franco, los problemas del país eran inmensos y omnipresentes los riesgos de involución, como lo demostraría la tentativa de golpe de Estado encabezada por el general Milans del Bosch y el teniente coronel Tejero. En contrapartida, la actitud política y ciudadana se esforzaba por superarlos y encontrar un espacio de convivencia, aceptado por todos, una empresa en verdad inédita en la reciente historia de España.En estos días, por el contrario, la situación' resulta exactamente la inversa. Los problemas a los que se enfrenta España son los corrientes en cualquier democracia y los riesgos de involución se pueden dar por zanjados. Es, sin embargo, la actitud política y ciudadana la que parece empeñarse en deshacer el camino ya recorrido, la que parece regodearse en desafiar y dañar la convivencia. Como en otros tiempos de agitación y desasosiego, en la España de hoy parece que no hubiera dificultades colectivas por solventar, sino tan sólo reproches sectarios por hacer. Tanto es así que, como ha quedado patente desde las elecciones de 1996, algunos partidos y personajes públicos que durante estos años han buscado el poder y la influencia no pretendían tanto resolver lo que denunciaban como realizar un inapelable reparto de responsabilidades.

Reclamar para sí la absoluta inocencia y acusar a los adversarios políticos de cualquier contratiempo que sufra el país resume, desde entonces, el grueso del debate público en España. De ahí que el Parlamento haya llegado a tener menos valor que los tribunales en el juego político. De ahí que las controversias y los conflictos de intereses, normales en cualquier sistema democrático, no puedan ser resueltos en España más que con vencedores y vencidos. Con líderes y personas relevantes acudiendo a los juzgados e ingresando en prisión, rodeados de cámaras televisivas y micrófonos, mientras no pocas voces animan a que la ciudadanía se convierta en populacho, a que continúe alegre e irresponsablemente el esperpento.

Este punto de degradación no es, con todo, resultado del azar. Mucho menos de una fatalidad metafísica y siempre al acecho, una especie de España en permanente rebelión contra los propios españoles. Son éstos, o mejor,- algunos de éstos, los que, como señaló Azaña,"admiten y aplican un concepto de la nacionalidad y lo nacional demasiado restringido". Para ellos, "una sola manera de pensar y de creer, una sola manera de comprender la tradición y de continuarla son auténticamente españolas". Quienes no la profesan o la contradicen "no son buenos españoles, casi no son españoles". El hecho de que un Gobierno de centro cediera el poder a los socialistas en 1982 produjo la impresión de que la mentalidad descrita por Azaña había desaparecido, si no en todos los estratos del poder heredado del franquismo, sí al menos entre los representantes de la nueva clase política.

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Junto a esta idea, fruto más de una generalizada voluntad de concordia que de las evidencias, se fue consolidando además el convencimiento de que la España democrática había ido recogiendo y albergando todas las expresiones de pensamiento, todas las voces disidentes que habían sido silenciadas y marginadas por una larga tradición de gobiernos autoritarios, de los que el franquismo no había sido más que la última expresión. Sin embargo, y pese al optimismo, y hasta la despreocupación que han reinado en este aspecto, la espiral de sectarismo desencadenada en 1993 ha venido a demostrar lo equivocado de este convencimiento y de aquella idea.

Algunas reacciones al reciente informe del ministerio fiscal sobre la defensa de las víctimas españolas en las tragedias chilena y argentina demuestra que hay en España quienes siguen manejando un "concepto de la nacionalidad y de la nación demasiado restringido", al aceptar que se renuncie a cualquier acción judicial no sólo con argumentos jurídicos, sino también ideológicos. Y no sólo eso. Demuestra, además y sobre todo, que, como también señaló Azaña, sigue existiendo entre nosotros una actitud política que sólo presta "a los métodos democráticos una adhesión condicional". En éste como en tantos otros casos a los que se ha asistido durante los últimos meses, el orden legal no parece ser un referente común y, por tanto, indisponible unilateral y sectariamente. Antes al contrario, su consideración parece muchas veces la de un instrumento político más, que se ejerce o se inhibe según resulte útil o no a las necesidades del poder.

Por lo que se refiere a la recuperación de las voces disidentes, tampoco la hospitalidad de la España democrática ha venido a ser, al fin, tan general como se había imaginado. De entre todos los ejemplos que han proliferado desde 1993, de entre todos los fantasmas desatados por unos modos de hacer política que pesan como una losa sobre el ánimo de muchos españoles, ninguno quizá tan significativo como la exacerbación de los sentimientos nacionalistas. De alguna manera, el creciente papel de los partidos regionales en la política de ámbito estatal empieza a ser considerado como una fatalidad, como un inevitable destino histórico que se repite en cada una de las raras ocasiones en que los españoles hemos vivido en libertad. No sólo los conservadores, también algunos sectores de la izquierda han comenzado a adoptar este discurso, desde el que concluyen, como es lógico, la necesidad de un gran pacto central que cierre el paso a las reivindicaciones nacionalistas de catalanes, vascos o gallegos.

Una vez más, la observación de Azaña sobre el manejo de "un concepto de la nacionalidad y de la nación demasiado restringido" resulta esclarecedora. A él sucumben unos y otros, con él se estimulan y se retroalimentan los del centro y los de la periferia, bajo su advocación identitaria se colocan todos, sin otras diferencias que el gentilicio, el himno, la lengua y el color de la bandera. Lo que ha venido a oscurecer las evidencias de esta escala sin fin es que, con demasiada frecuencia, el nacionalismo español se resiste a reconocerse como tal. Por otra parte, también los nacionalismos periféricos están interesados en negarlo, no sólo porque así desarman ideológicamente a su oponente, sino también porque de este modo evitan comparaciones no siempre honrosas. Y es quizá por la vía de este mutuo interés, de este propósito coincidente, por donde la democracia española ha dejado de incorporar algunas de las voces más valiosas de la disidencia. Voces como la de Blanco White, quien, al escribir en 1831 sobre la educación en España, señala que existen dos sistemas rivales "condenados a proseguir su obra de convertir a la mitad de los españoles en extranjeros".

Voces como la de Américo Castro, capaz de denunciar, ya en 1972, que algunas regiones españolas "son víctimas de su mitificación regional tanto como el resto del país". Voces, en fin, como la de Juan Goytisolo, quien confiesa no sentir solidaridad alguna " con la imagen del país que emerge a partir del reinado de los Reyes Católicos, sino con sus víctimas: judíos, musulmanes, cristianos nuevos, luteranos, enciclopedistas, liberales, anarquistas, marxistas. En los momentos históricos decisivos", concluye Goytisolo, "el bando que hubiera querido defender fue derrotado siempre". Todas estas voces, además de tantas otras que han sobrellevado y sobrellevan incluso peor fortuna, tienen en común hacer visible y criticar ese "concepto de la nacionalidad y de la nación demasiado restringido" que señalaba Azaña, y hoy negado con demasiada precipitación.

Guste o no, son todas estas voces las que ayudarían a pensar el país de otra manera, las que permitirían reescribir la historia de España desde un punto de vista distinto, auténticamente liberal y no excluyente. Un punto de vista para el que no sólo serían españoles los vencedores en cada uno de los numerosos enfrentamientos civiles, sino también los derrotados. No sólo los que se ajustan a una estrecha y supuesta esencia que ha sido acumulativamente cristiana, contrarreformista, antiilustrada, absolutista, castellana y nacionalcatólica, sino también quienes la combatieron y cuestionaron en cada caso. En última instancia, ha sido la desatención hacia estas voces la que, entre otras causas, ha favorecido que el problema nacionalista aparezca siempre perturbando los periodos de libertad. Periodos en los que la tolerancia se ha entendido como una simple renuncia a la represión, no como una revisión y reformulación de la idea de España y de su historia, sin sectarismos ni amputaciones.

Por eso el problema de los nacionalismos periféricos rebrota inevitablemente con las libertades, porque, al mismo tiempo que en estos periodos se destierran los métodos del autoritarismo para acallarlos, no se expurgan las reminiscencias del nacionalismo español que los desencadenaron, no se erige una voz crítica e integradora que dé cuenta distinta de nuestro pasado y permita, por tanto, superar las huellas de anacrónicas diferencias. Por eso, además, las tensiones nacionalistas se agudizan cuando el Gobierno recae en manos de quienes se sienten confortables en la visión de la España de los siempre vencedores, de quienes sienten orgullo y no pudor por heredar su discurso y enarbolar sus mismos símbolos. La pretendida "disposición trágica del alma española", el quimérico "fuego interior que nos consume", todas esas absurdas metáforas para describir qué pasa en España, no esconden, en realidad, más que una querella entre visiones y sentimientos simétricos y cada vez más anquilosados. Aunque, eso sí, pugnando siempre por arrastramos a todos.

Jose María Ridao es diplomático.

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