Un pequeño trombo
Jovial, rápido de ingenio, llano: así era Emilio Alarcos, mi compañero de casi medio siglo en la Universidad y en la Academia. Nadie en ésta hubiera podido sospechar, hace cinco días, que ya no volvería cuando, habiendo asistido a las sesiones ordinarias, abandonaba antes de acabar la extraordinaria de esa tarde para regresar a su casa ovetense. Habíamos participado juntos en la comisión que examina topónimos y gentilicios de países exóticos, raros incluso, y, como siempre, había estado ocurrente y preciso, sabio. Si al salir discretamente del salón académico se despidió de alguien, sería hasta el jueves próximo, ese pasado mañana que ya no habrá para él.Siempre se ha estimado mucho el trabajo de Alarcos; ahora, con la mirada puesta en la totalidad acabada de su obra, se valorará aún más. Discípulo directo y dilecto de Dámaso Alonso, tuvo la fortuna de poder salir muy joven de España, casi recién acabada la carrera; eran años de fronteras cerradas. Fue a enseñar a Suiza, donde conocería los avances que, por entonces, hacía la lingüística europea, y después obtuvo una cátedra de instituto. Optó más tarde por la enseñanza universitaria, a la que accedió por Oviedo; en su Facultad de Letras, donde siempre ha permanecido, se rodeó de gran número de alumnos fieles, repartidos hoy por toda España.
En realidad, todos cuantos nos aplicamos a los estudios filológicos debemos algo, y aun mucho, a su magisterio. Trajo muy tempranamente el estructuralismo europeo a nuestros ámbitos, primero en su vertiente fonológica praguense (metiendo en la gramática los sonidos, que antes habitaban extramuros), y después, en una numerosa serie de trabajos sintácticos fundados en aquella escuela y en las enseñanzas del danés Hjelmslev, que, durante muchos años, representaron, casi ellas solas, la modernidad gramatical en nuestro continente.
Calidad humana
ero no sólo la lingüística le es deudora: la crítica literaria le debe recordables estudios sobre autores medievales y áureos. Y, sobre todo, los que dedicó a Blas de Otero y a Ángel González. El primero tuvo su versión más temprana en un discurso de apertura de curso en Oviedo durante los tiempos duros de la censura, y a Alarcos lo acusó públicamente de rojo un colega; las consecuencias pudieron ser graves; no lo fueron por fortuna. Hoy nadie se acuerda del denunciante, que ejerció la más bellaca acción al alcance de un hombre. El estudio dedicado a la lírica de Ángel González es igualmente memorable, tanto en la revelación de la forma como en el escrutinio del alma de su gran amigo. Quizá no trascienda, y sería pena que quedara sin publicar, la presentación que de él hizo en junta privada de la Academia, solicitando su elección: la tengo como lo mejor que ha salido de su pluma.Pero aquella fuente de sorpresas e iniciativas científicas, de calidad humana que fue Emilio Alarcos, ha dejado de correr: ya no será posible citarlo en nuestros estudios con las fórmulas "Alarcos dice, Alarcos opina..."; deberemos usar "dijo" u "opinó". Un trombo, tal vez diminuto, le obstruyó una coronaria ayer de madrugada. Pero ha taponado, cegándola, algo más: una corriente poderosa de originalidad y de talento ha dejado de correr por nuestras letras.
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