El milagro del padre Varela
Rodeado de una cualificada selección de escritores, cantantes, músicos, profesores cubanos, tenía la clara conciencia de escritor intruso, el único extranjero infiltrado en la cubanidad del acto por especial gestión del ministro de Cultura, Abel Prieto, y no menor concesión del obispado de La Habana. En el Aula Magna de la Universidad, parecida a la mejor Aula Magna de este mundo, pero con el valor añadido de la urna donde reposan las cenizas del padre Varela, los allí reunidos estuvimos levantándonos y sentándonos sin ton ni son varias veces, como los personajes de las películas de Jacques Tati, a lo largo de la hora de retraso que tuvo el doble premio de la presencia de Fidel Castro, no previsto, y Juan Pablo II. Hasta ahora, cada alocución del Papa o de Castro se esperaba como una necesaria batalla de esgrima espiritual y se ha sobreexcitado el receptor, incluso los profesionales de la información se han sobreexcitado y no asumen suficientemente el hecho de que Castro sigue siendo Castro, el Papa anticomunista sigue siendo el Papa anticomunista, y se prestaron a este encuentro conscientes de que no iban a convencerse el uno al otro, ni a perder la cara. Están sembrando para el día de mañana, y la ocasión del encuentro del Papa con el mundo de la cultura se esperaba como un escenario más de pactada confrontación, a la espera de que el Papa aprovechara el obligado silencio de Fidel Castro para tomar algún aguijonazo de ventaja ante los dos últimos días de cruzada.El rector de la Universidad de La Habana hizo historia de la formación de la identidad cultural y nacional cubana y señaló tres hitos fundamentales: el padre Varela, el sacerdote exiliado a La Florida en el siglo XIX expulsado por la jerarquía católica, fundador de un posible nacionalcatolicismo cubano; Martí, que, asumiendo la herencia de Varela, puso en marcha la acción independentista y fundamentó la consciencia nacional laica, y finalmente la revolución, la ultimadora de un proceso que ahora implicaría a Varela y Martí. Un cansadísimo Juan Pablo II entró en la sala con la lentitud más anciana de este mundo y fue casi arrullado por un Fidel Castro, que lo trataba como un estadista experto en geriatrías. Recibió el discurso el Papa, lo leyó desde la doble ranura de sus ojos y sus labios, y todos los presentes afinamos los oídos para percibir el murmullo, a la espera del momento en que apareciera la frase flagelo, pero el redactor del texto, que evidentemente no era Juan Pablo II, había concedido vacaciones a la discordia. Casi todo el escrito se refirió a Varela, ante cuyas cenizas Juan Pablo 11 había rezado recogidamente, y a partir de la glosa del sacerdote se propusieron valores patrióticos, civiles, democráticos y se reivindicó que un sacerdote católico había sido el padre fundador del sentimiento nacional, sin precisar que fue incomprendido y perseguido por la propia jerarquía católica cubana alineada junto a los intereses de la metrópoli. Evidentemente, el discurso llevaba una carga reivindicativa más que crítica, implícita, pero fuera porque se confiaba poco en la rentabilidad del encuentro con los intelectuales, tan versátiles y desafectos siempre, o fuera porque en un espacio cerrado las agresiones tienden a reconcentrarse, cuando Juan Pablo II cumplió el expediente, el alivio general puso alas en los aplausos y me permití comentar al oído de Roberto Fernández Retamar, director de La Casa de las Américas: el padre Varela nos ha salvado.
Porque, en efecto, allí estaban aplaudiendo a rabiar, pero a lo divino, intelectuales católicos separados dé la fe revolucionaria, pero también Cintio Vitier, el gran escritor cubano, decano de las letras, en la línea de un cristianismo siempre comprensivo con la intencionalidad distributiva y ética de la revolución original. Y también aplaudían con entusiasmo Fidel Castro; el ministro de Cultura, Abel Prieto; el de Exteriores, Robaina; el conservador de La Habana, Eusebio Leal, y más de un intelectual cuyo ateísmo científico me consta o me constaba. Es evidente que Juan Pablo II leía un discurso elaborado por otros y que el discurso insistía en las bases del pensamiento católico, pero sin despegarlo de Varela y por lo tanto historificándolo. Ya leído, se acabó la escenificación de una reunión que sólo puede pasar a la historia si se integra dentro del proceso de beatificación del padre Varela, en curso. Yo estoy dispuesto a testificar a favor del sacerdote incomprendido en su tiempo, porque a la espera de milagros tal vez más determinantes, entre los que no descarto el de proveer de ideología al encuentro entre la Iglesia y el Estado después de que se vaya el Papa, Varela consiguió el 23 de enero de 1998 que el tercer asalto del encuentro Castro-Juan Pablo II acabara entre cantos celestiales de un lucidísimo coro que desde las alturas le puso música a un acto que apenas tuvo letra.
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