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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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Invierno de la memoria

Juan Cruz

Deploraba aquí Félix de Azúa hace una semana el olvido que pasa por encima de escritores que fueron trascendentales en su tiempo. Es una ley que sin duda gravitó también en otras épocas sobre autores a los que entonces se apreció de igual manera. No es un efecto de los tiempos: es un defecto de los tiempos. La falta de memoria literaria es una consecuencia del apresuramiento contemporáneo y de la levedad de la vida cultural. Este hecho tiene resultados deplorables, y no siempre de carácter estrictamente espiritual, pues se manifiesta también en hechos concretos: uno quiere volver a leer a un autor y ya no lo encuentra pues los anaqueles de las librerías están ocupados, y demasiado ocupados, por la novedad del momento.El párrafo de Félix de Azúa, lanzado en el contexto de un artículo sobre Rafael Sánchez Ferlosio, nos puso la memoria en algunos nombres que para las generaciones actuales, las últimas y las penúltimas, han sido de importancia capital, y no sólo por razones de carácter literario, sino porque la suya fue una conducta humana y biográfica cuyos atractivos les hicieron personas muy queridas y muy requeridas. Por citar los casos más notorios entre estos personajes de nuestra memoria, y atendiendo al orden alfabético, pondríamos los nombres de Carlos Barral, Juan Benet, Juan García Hortelano y Jaime Gil de Biedma. Son la memoria ya establecida de una generación que fue capital en la regeneración del entusiasmo creativo español, y aquí, mientras hicieron su vida,, resultaron siempre, para su propio gusto, intrusos incómodos en una habitación demasiado clásica o herrumbrosa que trataron de decorar con sentido del humor y con iconoclastia. Ante los académicos de la Española, en la entrada de Ana María Matute el pasado domingo, el académico Francisco Rico tuvo el buen acierto de recordar con nombres y apellidos a esa generación fundamental de los cincuenta que, en efecto, como dice él, debía estar sentada con más representación en el caserón de Felípe IV; de hecho lo está, pues allí se halla Ángel González desde hace un año, y ahora está la propia Ana María, y ellos pueden representar muy bien todos aquellos rasgos que definen la conducta humana y la aspiración literaria de los ya reseñados.

Por fortuna la vida acompaña a muchos representantes de esta generación, y en los años más recientes han proliferado estudios y homenajes a algunos de los representantes, vivos o no, de esta generación; es muy estimulante ver con qué entusiasmo han rescatado unos jóvenes editores de Valladolid (Cuatro Ediciones) la Cartografía personal de Juan Benet; en ese mismo renglón de reconocimientos, reconforta ver a Ángel González firmando autógrafos como un cantante después de un recital de su poesía en el Círculo de Lectores, que ha publicado su último libro, e interesa resaltar también a este respecto la vitalidad lírica que ha demostrado José Manuel Caballero Bonald en su Diario de Argónida, que ha publicado Tusquets y que ha tenido una recepción extraordinaria. Y en esta lista de representantes vivos de esa generación tan fronteriza entre el horror de la guerra y el destino posterior no puede dejarse a un lado el ejercicio de memoria personal novelada que sigue haciendo con mucho eco Josefina Aldecoa. Y ya que aparece el apellido, los tiempos últimos volvieron a hacer inolvidable al gran Ignacio Aldecoa, tan prematuramente desaparecido. La propia revitalización literaria, después de un largo silencio personal, de Ana María Matute refleja un dato más de la vitalidad de esa generación siempre reencontrada que tiene afluentes por todas partes: los Goytisolo, José Hierro, Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Carmen Martín Gaite, Juan Marsé, Vicent, Azcona, el propio Ferlosio...

En el ámbito más general de los estudios generacionales, es impagable el trabajo de reconstrucción de la memoria que hizo Carmen Riera para centrar el espíritu de esa gente que, poco a poco, se va configurando como una historia inolvidable. ¿Inolvidable? Eso es lo que quería apuntar Félix de Azúa, que el olvido acecha. No es un ejercicio de nostalgia sino de melancolía: un país literario que haya tenido en sus tiempos más recientes a autores -y personajes- de la envergadura de Barral, Benet, Hortelano o Gil de Biedma, y que además haya seguido contando con la obra escrita y dinámica de muchos otros representantes de ese tiempo que fue de silencio es un territorio literario afortunado. El invierno que cae sobre la memoria de los que ya no están simboliza la persistencia de un desastre en el que se alían la prisa y la desgana para desnutrir una geografía cultural cuyo olvido acrecienta nuestra ignorancia.

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