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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Eutanasia clandestina

RAMÓN SAMPEDRO, el primer español que reclamó judicialmente su derecho a la eutanasia, murió el lunes pasado en la localidad coruñesa de Boiro, posiblemente tras conseguir que alguien le ayudara. Durante varios años este hombre, que estaba en la cincuentena y que quedó paralítico de cuello abajo cuando apenas contaba 25 años, ha suplicado morir. Pudo haberse suicidado de algún modo, pero prefirió, en vez de resolver su problema en la intimidad, convertirlo en una reivindicación en pro de la legalización de la eutanasia. A lo largo de los años noventa y ante la prohibición de la eutanasia activa en nuestro Código Penal, presentó su caso al Tribunal Constitucional y al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Ambos le remitieron a plantear su demanda en las instancias de su ámbito geográfico y, consecuentemente, no obtuvo solución.La eutanasia activa sigue considerándose delito en todo el mundo. Sólo en un territorio australiano (Darwin Norte) y en el Estado norteamericano de Oregón, donde se aprobó por referéndum, ha estado vigente por un breve intervalo. En Estados Unidos, un tribunal federal declaró inconstitucional la ley estatal de 1994, y, en Australia, el Parlamento central abolió en marzo pasado la resolución de Darwin. En la actualidad, la eutanasia pasiva -aquella que consiste en no aplicar medidas excepcionales sucesivas para prolongar artificialmente la vida (el llamado encarnizamiento terapéutico) es la única autorizada.

Nuestro Código Penal, como los demás, proscribe la prestación de muerte al enfermo que la solicita y con ello simula ignorar los interminables dolores y la tortura de una vida vegetativa como la que ha padecido durante cerca de treinta años Ramón Sampedro. En Holanda, siendo ilegal la eutanasia activa, existe una reglamentación que, a posteriori, puede eximir al médico asistente de responsabilidad penal si su conducta responde a unas determinadas condiciones, como cumplir una reiterada voluntad del enfermo, concluir así grandes sufrimientos y haber agotado cualquier vía de curación.

Al margen de los prejuicios, los peligros objetivos que han retrasado la despenalización de la eutanasia han sido fundamentalmente dos: el primero es la posibilidad de influencia de médicos o familiares en la decisión del enfermo, conculcando el principio básico de su voluntariedad; el segundo es la probable tendencia de los sistemas sanitarios a ahorrar gastos destinados a enfermos terminales induciéndoles a demandar su extinción. Tanto en Holanda como en Australia o Estados Unidos hay estudios suficientes para que un cuidadoso protocolo impida otros usos de la eutanasia que no sean los de realizar la legítima voluntad del enfermo. El caso de Ramón Sampedro enseñaría que, si su muerte ha sido asistida, puede que no sea fruto de un acto legal, pero sí de una acción ética y humana.

Como resultado de la aplicación del artículo 143 del Código Penal, si alguien hubiera atendido el desesperado ruego de Ramón Sampedro podría ser condenado a tres años de cárcel. La ley vigente se presenta de esta forma implacable, pero sin duda los jueces deberían tener en cuenta otras consideraciones antes de enviar a prisión al hipotético colaborador. Diariamente y cada vez más, médicos reponsables y cabales están ayudando secretamente a pacientes que escogen una muerte digna. Alrededor de un 2% de los fallecimientos en los países desarrollados pueden ya estar gestándose de esta manera. Aplazar la legalización de la eutanasia activa, protegida siempre por todas las garantías precisas, equivale a dilatar sin razón el sufrimiento humano o conducir a la oscuridad de lo clandestino lo que son actos de respeto y compasión.

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