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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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La foto de Azcona

Juan Cruz

No es como aparece en las fotografías; es mucho más ingenuo, veloz y abierto, y en las fotos parece que huye de un huracán, o de la gente; aparece esquinado, como si contemplara en el fotomatón el retrato de otro y quisiera huir también de ese otro.Rafael Azcona. Tiene el pelo crespo, sí, como si se lo hubiera estado arrancando desde chico, o como si se lo hubiera dejado así para que no le acariciaran. Y tiene también esas gafas de concha discreta tras la que oculta los ojos de un muchacho que siempre se asombra. Pero no es el que parece en las fotos.

Siempre está asombrándose, de modo que se debió asombrar también cuando le concedió la Academia española del cine el premio de honor de los Goya de este año. Ángel Fernández-Santos ya glosó en este periódico su personalidad humana y cinematográfica, y deslizó ahí ciertos rasgos de su carácter que le definen como un ser retraído y verdaderamente humilde que ha hecho de la discreción una forma de respeto, y una manera de manifestar la bondad.

Es, sin duda, uno de los grandes hombres de este país. Ha llegado a serlo sin otro aspaviento que el de su quehacer profesional como guionista de cine y aunque ha estado mezclado en los entresijos de esa industria tan vistosa se ha mantenido impasible, distante -íntimamente distante, sin arrogancia alguna- de la fama y de las otras vanaglorias que tantas veces se buscan en el ejercicio de cualquier oficio público. Ha sido tan secreto su paso por esta vida que una vez que el cineasta José Luis García Sánchez acudió a recoger en su nombre uno de los premios que le dieron, hubo quienes pensaron que aquel personaje, igualmente entrañable pero mucho más capaz de aparecer en público, era verdaderamente Rafael Azcona. Una hermana suya le llamó desde Logroño:

-Rafael, qué cambiado estás.

-Sí, es que he cambiado mucho; Madrid me ha cambiado mucho.

Es muy probable que no vaya a recoger el Goya, y eso lo saben sus compañeros del cine. Ha sido tan abundante, y tan eficaz, su ejercicio de ocultación que ya ha conseguido el estatuto del hombre inencontrable, y esa fama buscada sí que la ha obtenido y la disfruta; pero no responde a la realidad. Se le encuentra, y si se le busca ya es para siempre un contertulio feliz y diverso, divertido en el sentido que acuñó Juan Cueto: mira para los lados con el aire asombrado de un sonámbulo que ve, y está con los pies en la tierra, como un personaje civil que ha tenido el coraje de mantener su brazo cerrado frente a las posibilidades del medro.

Pero como no se le ve sino en fotos malas, distantes o juveniles, la gente no sabe quién es y nadie le pide autógrafos o le distingue en los restaurantes o en los cines. Ya decía Fernández-Santos que él considera que las películas en las que ha trabajado son de sus directores, y jamás suyas; por eso, cuando se desprende de los papeles, ya se siente ajeno e irresponsable del resultado que se ve en la pantalla, y se mantiene al margen de todas las festividades que siguen. Por esa misma razón va al cine a verlas después de los estrenos, y se sitúa en medio de la sala, ante una pantalla que mira mordiéndose las uñas como si estuviera en la sesión después de escaparse de un colegio en el que él es el niño a los que los demás -los profesores también- le piden favores, pero que un día decidió hacer una travesura.

Podría pensarse, pues, desde fuera, y mirando esa foto distraída que una vez le tomaron saliendo de alguna librería, que es un hombre huraño. Los libreros que le atienden -compra muchos libros, pero en un tiempo los compraba después de leerlos, en un Vips-, los hombres de los restaurantes, los amigos que le frecuentan -todos los jueves almuerza con sus mejores amigos, y a lo mejor habla de cine con ellos- y los que le hayan visto una vez sola saben que eso no es cierto, que Azcona no es huraño como tanto huraño famoso. ¿Qué le ha hecho a Azcona esconderse tanto? A veces mira uno el espectáculo de la vida y lo entiende: se ha convertido lo que debiera ser la vida íntima de la cultura en una explosión de espectáculo público, y en ese marco displicente que ha fabricado la fama no encajan muchos de estos personajes que dicen sí hacia adentro y que dicen no hacia afuera, y Azcona ha fabricado sin quererlo la mitología tranquila del solitario, un hombre genial que hace su trabajo, lo deposita en el buzón adecuado de la vida y luego se marcha dejando detrás la estela indispensable, el rumor necesario tras el que va la gente cuando ya él se ha escondido del todo para seguir trabajando.

Rafael Azcona. Ni él mismo se reconoce en las fotos.

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