Celuloide en las venas
La trampa más candorosa y fácil de sortear -pero que sin embargo es la que más meteduras de zapato causa en los territorios, tan propensos a la ceguera de la vanidad, del cine- de cuantas amenazan a un director primerizo, que debutó con una película de éxito y emprende la segunda con el empeño puesto en demostrar que ese éxito se debe a que él es dueño de un estilo propio y de una poderosa mirada sin equivalente, es la conversión de la segunda en un autoplagio, en remedo camuflado de la primera. El test de la segunda película tiene por ello gran interés, ya que suele decir mucho sobre si el cineasta que la emprende emplea la vanidad y la indulgencia o la exigencia y la severidad cuando se mira al espejo, nuestros ojos.En Abre los ojos, Alejandro Amenábar -que con Tesis alcanzó un gran triunfo peligroso para un (por fuerza) aprendíz de 23 años- no sólo no se autoplagia, sino que se mira al espejo de nuestra mirada con severidad de cineasta curtido y astuto, es decir: con cabeza fría, rasgo de carácter paradójicamente útil para urdir películas calenturientas, de ésas que le traen a uno en vilo mientras las contempla. Y hay más: que lejos de las facilidades del autoplagio -que puede ser un indicio de carencia de estilo y es indicio seguro de envanecimiento-, Amenábar, aunque parece en Abre los ojos dar la vuelta a la tortilla de Tesis y hacer lo mismo al revés, en realidad se aventura en algo muy distinto y lo hace con un, a ratos apasionante, salto hacia arriba en la escalada de la dificultad.
Abre los ojos
Dirección: Alejandro Amenábar.Guión: A. Amenábar y Mateo Gil. Fotografía: Hans Burmann. Música: Mariano Marín. Decoración: Wolfgang Burmann. Montaje: María Elena S. Dde Rozas. Vestuario: Concha Solera. España, 1997. Intérpretes: Eduardo Noriega, Penélope Cruz, Chete Lera, Fele Martínez, Najwa Nimri, Gerard Barray. Madrid: cines Palacio de la Música, Acteón, Palafox, Tívoli, Renoir Cuatro Caminos, Princesa, Ideal, Cristal, UGC Ciné Cité, Cartago, Morasol, Luna.
La brillante y ágil jugarreta de terrores y sustos que combinó -con olfato y habilidad, pero con balbuceos finales- en Tesis es ahora igual o más brillante y ágil, pero el jugueteo se ha convertido en algo tan serio como un juego, y lo que allí era una pirueta, aquí se convierte en una apuesta en toda la regla, que de salirle desacertada se hubiera convertido en el cólico que acompaña a las empanadas mentales indigeribles, pero que, al salirle acertada, da lugar a una jugada de alta profesionalidad, propia de un tipo con celuloide en las venas, capaz de engrasar con apariencia de sencillez un complejo y arriesgado cálculo de cine algebraico elaboradísimo.
Y es así porque Abre los ojos despliega una argucia narrativa nada facil de sostener sin incurrir en desfallecimientos de ritmo peligrosos en una película de intriga y suspensión de ánimo. Se trata de algo aparentemente impreciso, pero que en el filme se revela exacto, que me atrevo a describir -pues su título me autoriza a ello sin deslizar el contenido de su enigma- como un loco paréntesis de luz que estalla dentro de un parpadeo. Esto -el hecho de que toda la película gravite sobre un instante- obliga a los guionistas y al director de Abre a los ojos a trenzar no sólo los movimientos de las piezas de un mecano visual, sino a ir más allá de esa mecánica y de sus ocultamientos, a sobrepasar la prestidigitación de imágenes para hacer entrar al espectador en algo cinematográficamente mucho más relevante.
Este algo es la invención de un trenzado de elipsis sutiles e invisibles o, lo que es lo mismo, de compresiones y saltos de tiempo transparentes e incapturables, que Amenábar borda, mientras maneja admirablemente un reparto sin fisuras, en el que cada intérprete hace lo mejor que hasta ahora ha hecho en una pantalla que, siendo plenamente moderna, jamás incurre en moderneces; que, siendo obra de un cineasta que por su edad no puede conocer bien la historia del lenguaje cinematográfico, es deudora a raudales del gran clasicismo de este arte joven prematuramente gastado por la tosca petulancia de algunos descubridores de mediterráneos que -en las antípodas de Amenábar, que absorbe como una esponja el gran cine de siempre- creen reinventar lo que ya está más que trillado.
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