Las voces ancestrales
El asesinato hace seis días de José Luis Caso, concejal del PP en el Ayuntamiento de Rentería, cortó de raíz las esperanzas puestas en un viraje gradual del nacionalismo radical hacia la democracia. El espejismo ahora roto había deslumbrado a gentes de muy diferente ideología: desde dirigentes del PNV y EA hasta altos cargos del Ministerio del Interior durante el mandato de Belloch, pasando por eclesiásticos al estilo de monseñor Setién, pacifistas de Elkarri e intelectuales arbitristas. La última manifestación de esa incoada alianza ahora naufragada había enarbolado una bandera favorable a ETA: el frente de rechazo a la condena de los 23 miembros de la Mesa Nacional de Herri Batasuna por colaboración con banda armada.Las virulentas críticas lanzadas contra la sentencia del Supremo desde las filas nacionalistas del PNV y EA (el incontinente Garaikoetxea llegó a compararla con las nueve condenas a muerte dictadas en 1970 por el Consejo de Guerra de Burgos) y desde IU rendían homenaje a la lógica de una tercera vía, equidistante de la barbarie terrorista de ETA y del monopolio de la violencia legítima ejercido por los tribunales del Estado de Derecho. Dentro de esa estrategia, HB, Elkarri y las dos sindicatos nacionalistas (ELA-STV, próximo al PNV, y LAB, en la órbita de ETA) convocaron una manifestación (prohibida por el Gobierno vasco) y un paro de dos horas: la libertad concedida por EA e IU a sus afiliados para desfilar junto a HB por las calles de Bilbao y poner en la picota al Supremo enterraba definitivamente el llamado espíritu de Ermua.
¿Cómo explicar, entonces, que ETA haya arruinado con el asesinato del concejal Caso una movilización orientada a dividir a las fuerzas democráticas y a clausurar el aislamiento político del nacionalismo radical? Algunos publicistas y eclesiásticos suelen justificar a los verdugos mediante la vileza argumental de convertirlos en víctimas: los etarras serían los irresponsables portadores de unos tanáticos reflejos condicionados que el Estado pone astutamente en marcha de forma pavloviana para obligarles a matar; el papel de fulminante es atribuido en esta ocasión al Supremo. También es habitual, como recurso exculpatorio, negar la autoría de ETA en los crímenes más execrables; Arzalluz ha expuesto esta vez dos peregrinas hipótesis para explicar el asesinato del concejal del PP: o bien ETA está infiltrada por misteriosos servicios secretos, o bien los asesinos no actuaron bajo el control de la dirección etarra.
En su libro Ancestral Voices. Religion and Nationalism in Ireland (The University of Chicago Press, 1994), Conor Cruise O'Brien subraya la homogeneidad de las emociones patrióticas de los irlandeses católicos, compartidas tanto por los moderados que gobiernan los veintiséis condados de la República de Eire como por los radicales del IRA que siembran el dolor en los seis condados del Ulster integrados en el Reino Unido. Unos y otros oyen las voces ancestrales de los muertos que sacrificaron la vida por la independencia de Irlanda y que exigen a sus descendientes el pago de esa deuda de sangre. Jon Juaristi aplica esa misma imagen al nacionalismo vasco en El bucle melancólico (Espasa Calpe, 1997), una obra tan polémica por sus tesis como admirable por su erudición y por su prosa.
Según Cruise O'Brien y Juaristi, las voces ancestrales llegan con más fuerza a los nacionalistas violentos que a los nacionalistas demócratas; si esa interpretación fuese correcta, la cultura común de los sentimientos en la familia nacionalista y la destreza de quienes oyen claramente las voces ancestrales para conquistar para su causa a quienes las escuchan sólo débilmente harían inevitable que los moderados fuesen desplazados finalmente por los radicales en la subasta al alza de las emociones patrióticas. Tal es el desafío de ETA y HB al nacionalismo democrático: el tiempo dirá si el PNV y EA -atados al mástil como Ulises- son capaces de resistir esas voces ancestrales.
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