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Planeta escalfado

El único, además de escupir al cielo, ha dado un grave tropezón. Porque en Kioto se ha demostrado que el sistema económico ya no atiende ni siquiera a su primer valedor y hasta hace muy poco gran legitimador ante la sociedad. Los científicos, en efecto, venían otorgando altas dosis de credibilidad a la mayoría de las decisiones de los grandes empresarios y a no pocas de los políticos.El que se quiere y casi es único poder, hace ya tiempo que desterró de sus consideraciones a lo que le permite vivir y de lo que extrae sus recursos y da base a toda su actividad. Estoy refiriéndome, por supuesto, al derredor natural, todo él, por cierto, imbricado con la atmósfera. Y hasta ahora lo hacía porque eso era lo racional de acuerdo con la ciencia. Lo cierto es que casi consiguieron convencernos a todos de que no había más bien ni otra verdad que aspirar a un desarrollo económico incesante y sin límites.

Curioso que el mercado, la certeza más grande que jamás se haya paseado por los cerebros humano, negara las evidencias más notorias que están fuera de ellos. Como, por ejemplo, la de que vivimos en un sistema cerrado donde jamás conseguiremos recuperar ni una brizna de la energía que gastamos o gastemos. Tampoco se ha querido reconocer que la economía es un subsistema de la biosfera. Y mucho menos que nada garantiza más el progreso y la creación de riqueza, incluso esa absolutista que nos gobierna, que ser compatibles con nuestro hogar. Por suerte, empezamos a vislumbrar que los inputs regalados por los sistemas naturales superan con mucho a todos los beneficios económicos generados por nuestra capacidad de transformación de esos mismos sistemas. Y, desde luego, y en este caso más necesariamente, que no tiene justificación alguna sobrepasar la capacidad inmunológica del planeta, que también trabaja, gratis depurando nuestros residuos y regenerando los elementos básicos para la vida. Y eso la naturaleza lo hace sin mirar a quién. Es decir, que los servicios ambientales de la biosfera benefician a, cualquiera de nosotros y, desde luego, a todas las empresas, industrias y negocios que han sido y serán. Pero de lo que seguramente estamos más lejos es de entender que las tramas de la vida son muy frágiles y complejísimas ; o que el inacabable proceso de interacciones que es la atmósfera es garantía de nuestro bienestar y seguridad.

Todas estas otras verdades que acabo de describir, tan científicas como las que gobiernan aún el mundo, pecan de casi nuevas, pero ganan incesantemente terreno no ya entre los sensibles, sus aliados naturales, sino también entre los racionalistas. Y más todavía tras el menosprecio a los informes de los científicos que se ha perpetrado en Kioto. Porque, cuando éstos recomendaron una tímida moderación del desgaste que el sistema ocasiona en los aires, el poder ha pasado bajo sus cascos una información altamente cualificada y un criterio prudente.

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Por eso, acaso el aspecto más relevante de lo acontecido a lo largo de las dos últimas semanas sea el conato de divorcio entre la razón económica y la científica, antes tantas veces abrazadas. Esto tal vez potencie la llegada del fin de la unanimidad desarrollista, lo que podría aliviar a los humanos de a pie, ya que a la atmósfera no vamos a darle tregua ni respiro.

Al menos, nos queda la esperanza de que pronto seremos capaces de reconocer correctamente a quienes nos niegan el derecho a la transparencia que funda la vida. Porque lo! científicos, no los sentimentales de lo espontáneo, han identificado esa voracidad insaciable de energía, muy por encima de lo necesario y estimulada hasta que se ha convertido en modelo de conducta, como responsable de la peligrosa desestabilización del clima.

En Kioto, insisto, ha comenzado a agrandarse la fisura entre conocimiento racional y mercado. Pero, una vez más, lo oscuro es principio de lo lúcido. El aire al menos cuenta desde ahora, entre sus aliados, con las mejores mentes del planeta.

La segunda desgracia que nos cae encima, aunque venía paseándose desde hace tiempo por los peores horizontes, es que finalmente habrá un mercado del aire. Lo único por lo que todavía no pagábamos será objeto de transacciones monetarias. Sólo que los agentes comerciales serán atipícos, porque negociarán empresas contaminantes, muy poderosas, y Estados subdesarrollados u oportunistas. Todo ello en el que será el más sucio intercambio comercial de la historia. Se venderá la transparencia y el equilibrio térmico a cambio de humos y calor creciente.

No es lo peor parado el aire, por suerte protagonista durante casi dos semanas en la irrealidad mediática, sino nosotros mismos.

Porque, tras descartar en buena medida la opinión de los científicos, se desprecia también, y del todo, la ilusión de los agentes más activos de la sociedad civil, con el consiguiente coste social en credibilidad para las opciones globales que beneficien a inmensas mayorías. La ONU sigue siendo obligada a fracasar.

Se aplaza y acaso se dinamite localmente -ahí está la amenaza de los senadores republicanos estadounidenses- el acuerdo general. Se menoscaba, por tanto, una vez más, la buscada cohesión de la humanidad en su conjunto en tareas tan creativas y cruciales como asegurar el futuro de un clima sustentador y no vapuleado y crispado.

Otra secuela de Kioto que escalda es la lentitud con la que se va a comenzar a minimizar la destrucción del primer principio de la vida. Cuesta creer que se vayan a perder nada menos que 16 años, es decir, los que median entre 1992 y 2008, por tanto, desde que los solemnes compromisos de la conferencia de Río abrieron la imperiosa necesidad de no seguir acelerando el cambio climático hasta la puesta en marcha de las primeras medidas.

Finalmente, habría que destacar la tacañería, el roñoso porcentaje de disminución de la suciedad atmosférica acordado. Incluso un país, China, de continuar como ahora su desarrollo industrial, va a sumar él solo más veneno en las venas del cielo que toda la tan futura mengua mundial de los gases de efecto invernadero. Inasible resulta al mismo tiempo la ausencia de cualquier mecanismo que permita un seguimiento o control de lo acordado.

Para nunca ha quedado, por otra parte, el todavía más necesario compromiso de no seguir devastando los bosques y mares del planeta que actúan de filtros y sumideros de nuestros excesos energéticos.

Se puede, desde luego, encontrar consuelo en aquello de que más vale un mínimo acuerdo de mínimos que la continuidad del flagrante incumplimiento de lo ya comprometido desde la cumbre del 92. Y, desde luego, la esperanza es el mejor antídoto frente a la incoherencia. Por eso sólo cabe confiar en que la sociedad civil recupere su independencia y sus derechos y los exija cumplir. La transparencia es un patrimonio común de todos los vivos, y a su restablecimiento debemos ponernos sin esperar a poder político alguno ni, desde luego, a quienes gobiernan a los Gobiernos. Nadie puede obligarnos a no ahorrar en la factura de la luz y de las gasolineras. Todos podemos tomar la decisión personal de no contribuir a esta hoguera del aire. ¡Que no nos escalfen en el calor de su codicia!

Joaquin Araújo es escritor, premio Global 500 de la ONU.

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