Tamagotchi y sintoísmo
Las dichosas fiestas navideñas generan, en principio, dos obligaciones: una real y otra ficticia. La ficticia es la tregua con el enemigo, son los buenos modales con un vecino que siempre se antojó estúpido, es el deseo de paz y buena voluntad para todo el mundo, sea quien sea, algo en lo que monseñor Setién se reafirma al decir que los terroristas se deben considerar hijos de Dios, que también esperan nuestra conmiseración. Para monseñor Setién la víctima y el verdugo merecen la misma compasión, el problema es que la víctima es el muerto. La obligación real es llenar de regalos a los niños, que son el futuro, el presente e incluso el pasado de una esperanza desbaratada por la madurez.En un consumismo festivo, en una Epifanía de marcas, destaca la venta de un juguete: el Tamagotchi. El juguete virtual, el llavero, el pollito de marras que solicita cuidados para no fallecer de soledad o inanición (al lector que suscribe le gustan las mascotas, en especial los canes, vuelta y vuelta en una sartén), procede de Japón, donde la religión mayoritaria es el sintoísmo. Sinto significa camino de los dioses o espíritus. La creencia se cimenta en una óptica animista del mundo, asociada con el culto tribal de las deidades del clan. Las cosas de la naturaleza están animadas, poseen al igual que los seres humanos un alma, una vitalidad singular. Bajo esa luz los japoneses lo veneran todo: a algo natural, a la persona, a un objeto que parezca manifestar un poder o belleza. Cada uno de esos seres y objetos se denomina kami, y la vida se haya ligada a sus pensamientos y acciones. El espíritu de una montaña que inspire temor, es considerado como el antepasado de la tribu que habita el pie de esa montaña, o como el dios tutelar de dicha tribu. El sintoísmo es una combinación de adoración al equilibrio que propone y alcanza la naturaleza, y de culto ancestral. Así, en
Japón, la curiosidad por conocer los orígenes de las cosas actúa con enorme fuerza, tanto en el mundo físico como en el individuo y la sociedad. Por ello las tradiciones sinto combinan la poesía de la naturaleza con las especulaciones sobre nacimiento del mundo.Japón, como buena parte de los países asiáticos, es una nación contradictoria, que mezcla tradición y modernidad. Hace unos días, en televisión, se vio al presidente de un banco, tras la quiebra financiera, pedir disculpas a accionistas y televidentes, bajando la cabeza repetidas veces, a la vieja usanza, mientras por sus mejillas rodaban lágrimas de cocodrilo. La mafia japonesa, el Yakuza, ha añadido a la vieja katana refinadas formas de asesinato, que pasan necesariamente por las nuevas tecnologías, a las que por imperativo moral urge poner fronteras.
Japón es un país que se rinde al trabajo, una sociedad sin apenas vacaciones, amante del beneficio, la competitividad, un capitalismo ortodoxo cuyo último desmoronamiento duda de su eficacia. No resulta extraño que la evasión o el ocio de los niños, inmersos desde su nacimiento en la paradoja, sea el Tamagotchi, un muñeco virtual. Pero al cabo un ser que se alimenta, orina, respira soledad, duerme, tiene sus afectos y padece sus desencuentros; en resumidas cuentas, un ser vivo como cualquiera. Ésa es la apariencia, el gran peligro de las nuevas tecnologías, conjuntar imaginación y realidad hasta perturbar el universo sensitivo. El Tamagotchi, desde el sintoísmo, podría ser kami, un objeto con alma, un ser más que vivo, con sus apetencias de cariño, sus relaciones con el creador, en este caso figura representada en el niño. Y como kami, la vida del niño, sus reflexiones y sucesos, estarían vinculados al Tamagotchi. Es muy fácil que el niño confunda realidad, ficción, religión, herencia cultural, conocimiento. Ya ocurre con los adultos, en algunos centros de trabajo japoneses hay guarderías para mascotas virtuales. La evolución de la humanidad continúa siendo una locura. Miró decía que el genio está en el niño. El niño transforma lo que le rodea, lo convierte en un lenguaje indescifrable. Sentir su carencia de afecto, su hambre de juego, en ocasiones es complicado. El Tamagotchi sustituye el cariño antes vertido en los padres, y hace que el niño tenga su propio hijo, su kami, la mascota del carajo con necesidades humanas. Y que el niño, como el adulto, se preocupe de la criatura. Si el adulto se desorienta en la educación del niño, el niño se pierde en la del Tamagotchi, que llega a morir.
Hay en Internet cementerios de Tamagotchis. Ésa es la ficción virtual.
Hay en Japón cementerios con niños que se han suicidado por culpa del Tamagotchi. Ésa es la realidad.
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