Minas antipersonales
Conozco a tres individuos que han decidido no apoyar el tratado contra las minas antipersonales. Y en mi barrio hay otras tres personas que tampoco lo habrían hecho, pero a éstos ni los saludo cuando me los cruzo en la calle; y no pasa nada: convivimos, y su opinión, más o menos irreflexiva, no distorsiona el curso de los acontecimientos. Su opinión no tiene peso. Ni siquiera osarían irse a un país del Tercer Mundo, a sembrar el suelo con aquellos artilugios, porque, además y con mucha probabilidad, ese mundo no les importa. Son inofensivos.Pero los tres primeros representan a más de media humanidad. Y no basta con retirarles el saludo y hacer caso omiso de sus opiniones; no basta con ignorar los actos de tres señores cuya ceguera es infinita: no ven brazos, piernas, manos, ojos, dedos mutilados, cuando esos dedos, ojos, manos, piernas, brazos mutilados están lejos. Su sordera es inmensa y no alcanzan a oír, desde su Olimpo, los gritos de dolor que emergen de los abismos de la miseria y el subdesarrollo.
¿Alguien imagina el revuelo que se produciría si a Bill Clinton le estallara una mina antipersonal cuanto tiene sus primermundistas nalgas en la taza del retrete de la Casa Blanca? ¿Quién habría sido el anarquista, el comunista o el terrorista que habría cometido aquel horrendo acto contra el adalid de la democracia y de la igualdad de derechos? Todos los servicios de seguridad, civiles y militares, investigarían. El mundo entero, el desarrollado, por supuesto (el otro está acostumbrado a estas cosas), pondría en marcha toda su parafernalia informativa; las Bolsas se derrumbarian; una ola de indignación recorrería la sacrosanta opinión pública de los países civilizados.
Conozco a tres individuos a los que no me importaría retirarles el saludo. No les importa el futuro de miles y miles de niños que pueden quedar destrozados al pisar una de estas trampas, ni el pasado de los que tuvieron la desgracia de hacerlo: no forman parte de sus intereses.-
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