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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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Caballero Bonald

Juan Cruz

Parece ensimismado y serio, como si nunca fuera a reír; y cuando comienza a hablar se apoya en una voluta de la mano con la que fuma, como si detrás del humo quisiera expresar desdén por lo que pasó e incluso por lo que va a decir, como si no fuera a decir nada. Pero cuando rompe a hablar, es preciso y locuaz, y lo que cuenta siempre es pertinente, como si midiera versos; el suyo es un verbo melancólico, que se basa en una memoria privilegiada llena de sucesos minuciosos. Los que le oíamos esa detenida -y desapasionada- relación de los hechos de los que alguna vez fue protagonista lateral o testigo mudo, en su infancia, en su juventud y en su larga edad adulta, pensábamos que esa historia que habitaba su capacidad oral, se quedaría ahí, en el silencio detenido de las tertulias; pero se alzó sobre la apariencia de pereza que se le atribuye a todo andaluz e hizo un libro magistral, uno de los mejores volúmenes de memoria -de narración- de los últimos decenios, Tiempo de guerras perdidas (Anagrama), que supuso una revelación más de lo que es capaz la poesía cuando se alía con la escritura de los hechos; fue una sorpresa, porque se suponía que Caballero Bonald, este hombre enjuto y velazqueño del que hablamos, parecía haber adelgazado su escritura para ponerla sólo al servicio de los versos. Fue un espectáculo, pues, observar el regreso del autor de Ágata ojo de gata, al terreno de la narración; después se produjo otra vez un tiempo de silencio que se rompe ahora de nuevo con versos, que Tusquets anuncia como una novedad del invierno, Diario de Argónida, que Caballero Bonald proclama como una reflexión sobre las enseñanzas de la edad.Su poesía es como él: extraña a la propia tierra, pero metida en ella como si fuera un vocablo de la naturaleza. Acaso Tiempo de guerras perdidas fue el mundo de la cludadad el descubrimiento lento y provincial de las pasiones que desata Madrid, pero en la generación de toda su obra hay una sola identidad, la de las marismas de su tierra andaluza, y lo que extraña precisamente es que este enraizamiento de Caballero Bonald con su procedencia haya generado, por otra parte, una cultura literaria tan poco nacional, tan poco local, tan identificada con la invención de un mundo verbal metafísico pero tangible.

Así que este Diario de Argónida, que ahora anuncia Caballero, es un buen augurio para el presente de la poesía contemporánea; hace unas semanas Caballero y otros poetas del cincuenta -Angel González, José Agustín Goytisolo- celebraron en Oviedo un festival de crítica y verso, y allí se descubrió otra vez la vitalidad cotidiana de este enjambre de escritores que a lo largo del tiempo se han ido estableciendo como una generación verdadera, aunque deploren el espíritu del cuerpo. Da igual. Corresponden a un tiempo que se salvó gracias a la ironía y al lenguaje, y en cierto modo también a la capacidad instantánea que tiene la poesía para fijar lo que es presente; en medio de ese cuerpo de poetas irónicos y cotidianos, Caballero Bonald siempre fue la metafisica telúrica, el hallazgo verbal. Esa jovialidad de la metafísica de su poesía es la que le ha dado carácter singular a sus versos, lo que los ha hecho sustanciales también para entender su prosa. Dice que le cuesta mucho escribir, que lo hace esforzadamente, como si buscara en el interior de las palabras el contenido de los sucesos, que se pueden contar de veras con unos verbos y no con otros. Esta es la raíz de su prosa: que proviene de la poesía, y que en ella se transparenta y se hace suave y duradera, como si naciera para ser para siempre. Hay muchos narradores españoles cuyo alimento ha sido y es la poesía y que gracias a ella hacen que la escritura nazca además con una extremada frescura, con una naturalidad perenne: como si estuviera escrita desde siempre.

Desde hace algunos años, Caballero Bonald dejó las playas falsas de Madrid, donde las noches y los días le dieron tanto, y volvió a su tierra marismeña; sigue volviendo desde allí para pasear por la ciudad como si acabara de llegar, como aquel joven del Tiempo de las guerras perdidas. La poesía que ahora nos devuelve es fruto de esa larga estancia en la verdadera playa, donde la edad le ha permitido ver, como él mismo escribe, "el sonido del tiempo y su justicia".

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