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Calor de hogar como medicina

Niños desamparados con parálisis cerebral, sindrome de Down o sida encuentran una alternativa al internado en dos casas de Mensajeros de la Paz

Candi, Bruno, Rodri y Jesús son niños desamparados por partida doble. Han soportado abandonos, maltratos o grandes penurias en sus familias y acabaron viviendo en internados tutelados por la Comunidad de Madrid. Pero además sufren enfermedades graves como la parálisis cerebral, la espina bífida y el sida o padecen el síndrome de Down a niveles muy profundos.Ahora viven en uno de los dos pisos que desde hace cinco años regenta la asociación Mensajeros de la Paz, en colaboración con el Instituto Madrileño del Menor y la Familia, en Ventas, con seis chavales, y en Arturo Soria, con otros cinco. En ellos reciben una medicina imprescindible: el calor de un hogar. Un antídoto a la impersonalidad de los internados.

Rosa González, una de las educadoras del hogar de Arturo Soria, todavía recuerda el impacto que sintió cuando, hace un año, conoció a estos niños que ahora son parte de su vida. "Yo entonces daba clase en un colegio de Vallecas y me pasé toda la tarde atormentada por el contraste entre mis alumnos, tan vivarachos, y estos chiquillos que a veces no se pueden ni mover", explica esta franciscana misionera de 53 años.

Para Rosa, como para cualquiera, resulta doloroso saber que el pequeño Candi, de siete años, está condenado a una vida casi vegetativa porque nació con graves malformaciones cerebrales o que Rodri, con una parálisis cerebral como consecuencia del martillazo de un familiar apenas puede moverse. Luego está el caso de los niños con síndrome de Down, como Bruno o Jesús, que por falta de una atención familiar adecuada en sus primeros años arrastran un retraso que podía haberse mitigado. O el de los chavales que tienen encima la espada de Damocles del sida.

Mejorar la vida

Lo que intentan las educadoras, el psicólogo, la fisioterapeuta y el médico que les atienden es mejorar las condiciones de vida de estos críos que ya han sufrido demasiado. Para ello utilizan el cariño como receta principal y también un entorno adecuado. Así, el hogar de Ventas es un chalé cedido por Caja de Madrid con una sala de juegos, otra de rehabilitación y una habitación llena de juguetes para cada niño.Y aunque para un extraño resulte difícil percibir si estas atenciones hacen mella en chavales con grandes trabas para comunicarse, quienes viven con ellos ven clara la mejoría. "Claro que hay avances; de repente ves que un chaval que permanecía encerrado en sí mismo echa una sonrisa, y eso vale por todo el esfuerzo", añade González.

Carlos Lozano, médico y director de estos hogares de Mensajeros para niños enfermos, explica que el objetivo ideal sería que estos chavales salieran en adopción. Y en algunos casos se ha conseguido. Como en el de Aitor, de tres años, con sida avanzado, que ha sido adoptado por una voluntaria que lo conoció en el hogar.

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Del medio centenar de chicos que ha pasado por estos dos pisos en cinco años, unos diez han salido en acogimiento familiar encaminado a la adopción. Otros diez niños han fallecido por el sida. "Cada vez que eso ocurre, el duelo entre las educadoras es terrible", añade Lozano. "Ellas son la clave de este proyecto por el cariño con que tratan a los niños", matiza. "Esos lazos afectivos tan intensos son muy difíciles en un colegio institucional, porque cada trabajador tiene que atender a muchos más chavales en un horario y aquí las educadoras viven con los niños", apostilla.

Silvia García, de 19 años, sabe muy bien lo que es un internado. Durante 11 años residió en unos de ellos porque los problemas -que había en su familia hicieron que tuviera que ser tutelada por la Comunidad de Madrid. Después pasó a una residencia de Mensajeros y cuando cumplió la mayoría de edad le ofrecieron ser educadora del piso de Arturo Soria.

"Ahora esto es mi casa, mi trabajo y mi familia", explica. "Yo ya sé lo que es vivir en una institución, y estos niños, además, están muy enfermos; por eso intento tratarles con mucho cariño, porque sé que han pasado lo suyo", añade. Afirma sin titubear que si tuviera dinero y un piso adoptaría a Candi, el chaval con menos posibilidad de mejoría de los que viven en estos hogares. No considera que su tarea tenga nada de especial. "Es una dedicación muy plena, pero también hacemos turnos entre nosotras para salir y librar los fines de semana".

Viviane Suárez, una argentina de 33 años, vive en el piso como educadora junto a su hija de 20 meses. "Llevaba muchos años colaborando en tareas sociales con las franciscanas en Mozambique y otros países; por razones personales decidí venir a España y comencé en este proyecto", explica.

Esta maestra ha conocido la dureza de los campos de refugiados y las consecuencias de los campos minados. Pero sabe que en su actual cometido, en medio de una cohorte de juguetes y peluches, está también luchando contra el dolor.

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