Autonomía y diferencia
Hace un par de décadas, los universitarios suspirábamos por la autonomía universitaria. La Constitución la recogió como forma de la vida académica. La UCD trató de regularla, pero los borradores de la Ley de Autonomía Universitaria sólo ahondaron sus diferencias internas, patentizando la desconfianza de su ala derecha hacia las universidades. Los socialista optaron por una Ley de Reforma Universitaria y aprobaron un "marco para la renovación de la vida universitaria". Y así ha sido. Aunque no perfecta, la ley de 1983 dinamizó un proceso que ha generado unas universidades -no una Universidad española-, en buena parte, homologables a la media europea.Las de ahora nada tienen que ver con aquellas que se pretendía renovar. Por eso el texto legal vigente hace aguas. Ya no es capaz de regular los comportamientos que él mismo ha determinado. Ni posibilita respuestas estratégicas propias y ágiles a los retos sociales en un escenario de competencia interuniversitaria. Ni se ajusta a la distribución de competencias entre Estado, comunidades y universidades derivadas de las transferencias, ni a las nuevas relaciones políticas, financieras y académicas resultantes. Ni recoge adecuadamente la investigación en las universidades públicas. Y ofrece unos cauces y objetivos ya obsoletos para la comunicación entre las universidades.
También hay problemas graves de profesorado. Pero, financiación al margen, más grave error sería considerarlo el problema universitario. No sólo porque el problema es plural y diverso según las universidades o porque éstas puedan resolverlos de forma diferente. Sino, sobre todo, porque no deben aislarse de las contradicciones del marco legal, un problema global que exige una respuesta política global. No es cuestión de jerarquizar problemas por urgencia o importancia. Pero sí de afrontarlos políticamente desde un concepto global que haga posible que cada universidad los resuelva ejerciendo su autonomía y, por tanto, asumiendo los riesgos, las consecuencias y las responsabilidades ante los contribuyentes y sus usuarios.
Hoy las universidades más prestigiadas son las que aceptan el reto de la calidad en el marco internacional a través del ejercicio responsable de su autonomía, desafiando incluso las tendencias normativas vigentes. Y hoy, en Europa, se están afrontando problemas análogos apostando por la profundización de la autonomía, una profundización que incluye la vertebración en el gobierno universitario de instancias socialmente representativas, similares a los consejos sociales, como garantes de esa autonomía tanto frente a los riesgos endogámico -corporativos como frente a las inevitables tendencias a inmiscuirse en ella de los poderes políticos. Por eso, y porque constitucionalmente la autonomía es garantía del cumplimiento del servicio público universitario, aquella respuesta política global ha de ser vertebrada por el principio autonómico.
Reencajada en la red de los otros derechos fundamentales, de las exigencias de la equidad y de las competencias redistribuidas de los poderes públicos, la autonomía, y ya no la reforma universitaria, ha de ser el objeto de una nueva ley que, sin caer en la endogamia como coartada, confronte a las universidades con sus libertades académicas, con el ejercicio de éstas para decidir quién, cómo, qué y a quiénes enseña, para organizar y realizar la investigación y para publicar sus resultados. Una ley que fomente la responsabilidad de las universidades ante la sociedad, que posibilite la solución diferenciada de sus problemas y la competitividad leal entre ellas por la calidad de su servicio. Que establezca definitivamente que la autonomía es principio de diferencia entre las universidades.
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