Mirada sobre el horror
A Salvador DurbánEstá el horror ahí, encerrado en esa habitación clara, rectangular, del Círculo de Bellas Artes de Madrid, iluminado e insistente como la película implacable de una memoria aterida y terrible, hecha por nosotros, por todos nosotros. El horror. Personas de todas las edades, mutiladas, rotas para siempre, inválidas, rostros melancólicos que gritan en el umbral de esas fotos mudas como si buscaran un porqué tan antiguo como la violencia y como el amor. Todas las fotografías son en blanco y negro, igual que se imagina uno el amanecer del mundo y como acaso vaya a ser su final. No hay color, sólo hay la certeza de que un fogonazo previo a la luz del fotógrafo dejó esas vidas opacas para siempre, a pesar de que la voluntad que las enriquece las haga reír, relacionarse, estudiar, jugar al baloncesto, o al fútbol, vivir otra vez como si el horror no fuera un ancla terrible en el recuerdo y en la invalidez.
Son soldados involuntarios, protagonistas inocentes de guerras terminadas o interminables, y todos han sido afectados -infectados- por el horror contemporáneo y militar de las minas antipersonales situadas en los campos de batalla para matar a no importa quién. El espectador llega de la vida a esa sala y se encuentra que donde otras veces se halla el colorido de las exposiciones está ahora el blanco y negro de este horror: hace falta compostura moral, coraje civil, para aceptar que esta visión que se nos ofrece se corresponde con la actividad humana de este tiempo civilizado, y es consecuencia de voluntades aceptadas por seres como nosotros que convienen con sus iguales la fabricación y el comercio de esta mercancía que siembra de miedo y de destrucción la vida de los inocentes,de cualquier inocente, de todos los inocentes.
La tentación, ante una exposición así, en la que aparecen niños, adultos, ancianos, de Yugoslavia, de Nicaragua, de El Salvador, de países árabes o africanos, del ancho Tercer Mundo, es la de mirar hacia otro lado, como si este factor humano que salta como una metralla inversa frente a nuestra mirada fuera a olvidarse simplemente porque miremos a otro lado. Pero la visión sigue pendiente como un martillo sobre la conciencia, y poco a poco el recorrido por este horror va imprimiendo en la propia mirada del espectador la sensación de sinfonía terrible que debió escuchar tras su cámara el fotógrafo que fue reuniendo estas imágenes del tiempo peor. El fotógrafo es un joven periodista español, el mejor periodista del sufrimiento y de la guerra, según el poeta John Berger; se llama Gervasio Sánchez, y viaja por el mundo como si su hombro fuera el soporte de las causas de quienes sólo pueden gritar a través del mensaje de los otros. ¿Cómo mirar, en ese caso, el resultado de su propia mirada? Nos defendemos del horror, decretamos su inexistencia porque no conviene romper la monotonía del día, el silencio excepcional de la playa en la que somos felices, como escribía Albert Camus. Ahí está, sin embargo, el horror humano, el que producimos nosotros, el que se alberga en las noticias y en la voluntad cotidiana de destrucción lenta, racional, terrible, de la que somos capaces los hombres. Los periodistas estamos bañados por el sudor del cinismo; a nuestro lado suceden las muertes y las catástrofes, y nosotros tenemos frente a la magnitud del desastre el arma simple de poder contarlo; la imposibilidad real o querida de hacer cualquier otra cosa es la que quizás ha provocado esa tentación de cinismo olvidadizo que arrojamos sobre lo que al fin y al cabo parece ser sólo el objeto de nuestro trabajo. En la paciencia periodística, en el detenimiento profesional de Gervasio Sánchez hay una conmiseracion excepcional, una rabia verdadera que quiere rescatar de lo que la realidad le ofrece el grito interior de esas vidas humilladas por una historia de la que son protagonistas laterales, siempre involuntarias.
Esta exposición suya en la que uno ingresa como si le fuera a explotar una luz terrible en la memoria es una lección de la dignidad con la que él ha querido subrayar la esperanza de estas existencias rotas. Hay, entre todas las crónicas que contiene la muestra, la historia de un muchacho cuyas mutilaciones horribles le sumieron en la depresión, y él mismo se encerró en su casa con ambos fantasmas provocados por una mina puesta contra no importa quién. El día que vi la exposición me pareció que el chico estaba en el Círculo, bromeando con algunos amigos, posiblemente más feliz por ver en el mundo que su grito se hace eco.
Babelia
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