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La historia y las historias

La historia, es decir, eso que le ha pasado al hombre en su andar por el tiempo, en lo que él ha participado vulgar o genialmente, siendo protagonista o simple comparsa, a veces como héroe, a veces como criminal, es una realidad muy peculiar en nada semejante a la de la naturaleza. Sus leyes no obedecen, como las de ésta, a la lógica ni a la ley de los grandes números, porque influyen en ella las pasiones humanas, el modo de ser masculino y el modo de ser femenino, el ímpetu de un pueblo y la suerte y la adversidad. El historiador, con los datos y documentos que tenga, viene después interpretando y explicando ese pasado desde la perspectiva de su lugar y de su tiempo. Por eso su punto de vista varía si mira desde distinto lugar o cuando nuevos documentos le obligan a mover su pupila.Ejemplo de lo primero es el diferente enfoque de los historiadores catalanes y castellanos de la batalla por Barcelona del 11 de septiembre de 1714, que terminó la guerra de Sucesión: para los unos, la derrota, para los otros la victoria, aunque mientras tanto todos perdimos Gibraltar. Y ejemplo de lo segundo fue la publicación, hace unos años, de los escritos de los historiadores musulmanes contemporáneos de las Cruzadas cristianas: la comparación de ambas visiones de un mismo acontecimiento resultó apasionante.

Hubo siempre falsificadores profesionales de la historia, como aquel dominico italiano del siglo XV del que habló nuestro ausente amigo Julio Caro Baroja. El farsante monje se inventó toda una historia antigua de España, empezando por una interpretación interesada y eligiendo luego en el baúl de los datos los que le convenían para apuntalarla. Las dictaduras suelen necesitar tergiversar su pasado para tratar de legalizar sus ideologías, y todos los nacionalismos -incluido el más radical de ellos, el españolismo- siempre reaccionarios aunque tengan careta progresista, son también grandes falsificadores de su pasado respectivo. Con Cataluña estamos tranquilos desde Vicens Vives y sus discípulos, y, felizmente, en Euskadi comienza a formarse un núcleo de nuevos historiadores académicos como Jon Juaristi, reciente premio Espasa Hoy 1997 por su libro El bucle melancólico, con el que empiezan a disiparse las nieblas de sus valles norteños.

Pero es quizá la cultura femenina de nuestro país la que nos está dando una visión de nuestro pasado más real y sin la pasión y las manías de algunos varones. En estos días, la Fundación Francisco Giner de los Ríos ha organizado un curso de conferencias comparando el fin del siglo XIX y este en que estamos. Tres de esas conferencias han estado a cargo de tres profesoras que han dado en ellas muestra de inteligencia y sabiduría: Mercedes Cabrera, que disertó sobre la percepción de ambas extremidades del tiempo; Elvira Ontañón, cuya experiencia pedagógica de buena ley le permitió hablar de los primeros intentos en España de la extensión universitaria en la Universidad de Oviedo de 1898 y de lo que esa salida de la Universidad más alla de sí misma significa en nuestro tiempo, y Josefina Gómez Mendoza, que nos hizo ver con claridad la preocupación por los recursos y el territorio, entonces y ahora. Al ver cómo todas ellas necesitaban ampliar el periodo estudiado para entender cabalmente las situaciones, me con firmé en mi idea -que no es ningún descubrimiento- de que el siglo XIX es un siglo largo que empezó en 1789 con la Revolución Francesa y concluyó bien pasado el 1900, más o menos hacia la mayoría de edad de Alfonso XIII. Y que el siglo XX es un siglo corto que empezó en ese momento y ha acabado ya en 1989, cuando la caída del muro de Berlín.

Todo parte, como dijo Francisco Rubio Llorente en un espléndido y melancólico artículo en estas páginas -muy orteguianamente, quizá sin darse cuenta- de que "realmente construimos el pasado, como el presente, desde el futuro. No en razón de lo que somos, sino de lo que queremos ser". Su melancolía viene de pensar -dirigiéndose a su nieta Lara, aún infante que esta España, en la que en mi opinión aún da un pálido sol en las bardas de su corral, podrá ser, cuando Lara sea mayor, una Península dividida en varias y menesterosas naciones separadas. Creo, como él, que este peligro de disociación peninsular proviene más que del número de separatistas, siempre minoritario, del ímpetu de sus convicciones, bastante más fuerte que la voluntad de unidad de la mayoría. Podríamos exclamar, como Ibn al Gazul en el año 1085, al ver en la pérdida de Toledo un símbolo de la pérdida de todo Al Andalus: "¡Oh, habitantes de España! Espolead vuestras monturas para partir, porque permanecer aquí no sería más que un gran error. El manto se desfleca por los bordes, pero yo veo que el de la Península se deshace por el centro".

Se puede tener -decía yo en un artículo anterior- nostalgia, orgullo o desprecio del pasado, felicidad o desesperación en el presente y esperanza o temor ante el porvenir. Indudablemente formamos parte de un mundo que se va y pensamos -al menos los ya viejos- que lo que queda sólo son restos de una sociedad que se está convirtiendo en polvo y que no dejará huella. Pero justamente la historia, que es la mirada que dirigimos al pasado desde un futuro imaginado, puede hacernos superar los antagonismos y las diferentes lecturas de la historia común. Yo no sé por qué, por ejemplo, los vascos nacionalistas reniegan de su gran papel en la conquista de América y de Filipinas, de su decisiva intervención náutica en la toma de Sevilla a los moros e incluso de las grandes aportaciones a la cultura de vascos como Unamuno, Baroja, Salaverría o Maeztu. Y hasta deberían presumir de que el primer nombre de la historia de la tauromaquia no se llama Paquiro, Romero o Lagartijo, sino Zaracondegui, un torero navarro.

Pero como la nación es una ilusión común por un porvenir, muy bien pudiera ocurrir que en esta Europa futura nos encontráramos al fin catalanes, vascos, gallegos, andaluces, canarios, levantinos y castellanos. "Así", terminaba Rubio Llorente su artículo, "se situaría la contienda donde realmente está, en el futuro, y tal vez se lograra la construcción de una utopía común".

Deseo que Lara y sus coetáneos, cuando sean mayores, tengan una misma versión, con sus luces y sus sombras, de la historia de España.

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