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El no lugar

Ion Kortazar, amigo y escritor vasco en las jornadas literarias de Verines, dirigidas por el catedrático García de la Concha, habló de una teoría que se ha convertido en una realidad atroz. Se trata del no lugar. Al lector que suscribe, Ion Kortazar le remitió un libro: Los no lugares (espacios del anonimato), ensayo firmado por Marc Augé y publicado en la editorial Gedisa. Es un ensayo preciso sobre la uniformidad de los espacios, las gentes, las opiniones y los tiempos. Comienza citando a Levi-Strauss, que afirma que el mundo occidental se presta al estudio etnológico, a una antropología de lo cercano. El punto de partido es Occidente; la meta, en resumidas cuentas, al clausurar el tratado, la imbecilidad común a Occidente. Según Augé la modernidad, la imbricación de lo viejo y lo nuevo, la posmodernidad, el valor intrínseco de cualquier manifestación cultural aún sin parecerlo, han sido sustituidas por la sobremodernidad, que es el espectáculo, la pura visión del hecho que pasa ante nuestros ojos y que, por comodidad y aceleración, nos negamos a digerir.Sobremodernidad es igual a superabundancia. Superabundancia de los acontecimientos que amanecen en cualquier punto del planeta y que nos llegan a través de los cientos de medios de comunicación existentes. Resulta imposible engullirlos, reflexionar en torno a ellos y extraer conclusiones. Una noticia pisa a la siguiente, y ésta a la que viene. Superabundancia espacial, fabulada o no. El mundo, al cabo, es un insecto que se puede abarcar con el meñique; no hay terruños por descubrir. Se navega en Internet y aparecen los colores, contornos y hasta sonidos de, por ejemplo, la Isla del Tesoro, el Ártico o la cara oculta de la luna. Todo está a nuestro alcance, la aventura y el reto de vivir se han esfumado en el torbellino de las nuevas tecnologías y eso que se llama globalización. Superabundancia del individualismo, el hombre se siente minúsculo y se encierra en sí mismo, aunque transite una senda pareja a la de su semejante, o tal vez debido a eso.

Los no lugares, generados por la sobremodernidad, son las autopistas y los supermercados y los cajeros automáticos y las cadenas de grandes hoteles y los centros comerciales y las plazas y los aeropuertos, al cabo los sitios que se frecuentan.

Chateubriand veía en el viaje la muerte de las civilizaciones, al contemplar los restos arquitectónicos, las huellas mudas de los imperios, pero el magistral escritor francés tenía memoria histórica. Hoy el viaje es el arquetipo del no lugar. Resulta curioso como al rodar por una autopista se ven señalados los sitios de interés, monumentos o iglesias o yacimientos arqueológicos, en un cartel que apenas se lee. La referencia nada explica, precisamente porque las autopistas están diseñadas para ganar horas y no contemplar los paisajes. El paradigma se halla en cualquier plaza de cualquier gran ciudad, muestran un nombre que sirve como guía, cita, encuentro. ¿Realmente alguien sabe qué realizó el hombre que dio nombre a la plaza?

El no lugar carece de memoria, es un intinerario del vacío.

Se viaja a un país exótico. El turista se aloja en un hotel idéntico a los de un paralelo distante: funcionalidad y buen servicio. El turista entra en un gran supermercado y busca las señas de identidad abandonadas en el origen, ésta o aquella marca, artículos de aseo personal, una camisa reconocible en los anuncios de la televisión. No se precisa conocer la lengua y las costumbre del país.

Los no lugares provocan la certidumbre de que el espacio no existe de manera diferente para cada uno, y tienden a cohesionar las opiniones, que abrazan la más absurda de las ortodoxias. El espacio es el mismo, el tiempo de la velocidad es el mismo, el pensamiento de la comunidad es el mismo.

Al cerrar el ensayo se acaricia una idea ya conocida: caminamos hacia la mundialización de la idiotez.

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