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Reportaje:

El permanente funeral de la capital de Afganistán

Un año después de la toma de Kabul, los talibán no han demostrado capacidad para rehacer el país

Quienes tiran de los hilos que mueven las marionetas afganas conocen extraordinariamente bien este mundo montañoso repleto de hombres fascinados por la intriga permanente, el dinero fácil y los códigos de honor. El sábado se cumplió el primer aniversario de la toma de Kabul por los talibán, pero en la destrozada capital afgana no hubo celebraciones visibles.Quizá por tratarse de la última gran batalla de la guerra fría, la resistencia afgana, formada por innumerables grupos fundamentalistas, fue premiada con miles de millones de dólares y armas de gran calibre tras la invasión soviética de 1979.

Estados Unidos y el frente antisoviético, formado fundamentalmente por Pakistán y Arabia Saudí, hizo un esfuerzo sobrehumano para convertir a tribus dispersas en la más potente guerrilla del mundo.

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Tras la retirada rusa en febrero de 1989, los llamados freedom fighters demostraron que tenían de luchadores por la libertad poco más que el nombre. Al menos sus principales comandantes, más preocupados por dirimir diferencias personales que por formar un Gobierno de salvación nacional que permitiera el tránsito hacia formas de hacer política que no coincidieran con el totalitarismo y la permanente violación de los derechos humanos.

Los combatientes olvidaron retirar de las trincheras miles de minas antipersonas, convertidas hoy en un regalo de muerte para todo aquél que se atreve a regresar a su casa derruida o busca entre los escombros algo que vender que le permita llevarse un pedazo de pan a la boca. Sólo en el hospital Kartese recibieron el año pasado a 550 heridos graves por minas. En lo que va de 1997, casi 400 personas han pasado por sus quirófanos, víctimas de ese artefacto inhumano.

Con la ocupación de Kabul por los talibán, el último grupo fundamentalista que se ha apuntado a este permanente funeral, las armas han callado en la capital y en los alrededores. El frente se ha estirado varias decenas de kilómetros hacia el Norte.

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Los talibán intentan presentarse ante la sociedad afgana y ante el mundo como unos religiosos honestos que quieren acabar con la prepotencia y la atomización de los grupos armados. Se sienten una especie de peace fighters, luchadores por a paz, que utilizan las armas sólo cuando no queda otro remedio. Pero sólo con padrinos importantes se puede crecer tan rápido.

Mientras los diferentes grupos antisoviéticos desgastaban su dinero, sus armas y su prestigio en una lucha a muerte con alianzas que cambiaban de un día para otro, un mulá ciego llamado Mohamed Omar, antiguo jefe guerrillero, herido en la lucha contra los soviéticos, organizaba en la ciudad paquistaní de Quetta, con la ayuda económica de los servicios secretos de Islamabad, una estrategia religioso-militar que ha fructificado en unos pocos años.

Pakistán inauguraba una nueva época coincidiendo con la salida del último soldado ruso. Benazir Butto ganaba las elecciones tras la muerte en circunstancias sospechosas del general y dictador Mohamed Zia Ul Haq. Hasta entonces habían apoyado a Gulbuddin Hekmatyar, que se benefició prioritariamente de la ayuda occidental hasta 1991.

Hekmatyar fue, hasta la entrada de los talibán en Kabul, el primer ministro del anterior Gobierno. Los talibán han combatido a muerte a su grupo armado y se han beneficiado del tradicional transfugismo de los afganos. Unidades enteras de Hekmatyar fueron compradas por los talibán.

Pero todo esto también se hizo con el consentimiento de Estados Unidos y Arabia Saudí, tal como ha explicado Oliver Roy (Le Monde Diplomatique), el más acreditado especialista de la guerra afgana, contrariados por el apoyo de Hekmatyar a Irak durante la guerra del Golfo y a los atentados contra intereses norteamericanos en diferentes países. Arabia Saudí también intenta buscar "nuevos aliados después de la defección de los Hermanos Musulmanes, del Frente Islámico de Salvación (FIS) argelino y del Hamás palestino durante la guerra del Golfo". Todos estos movimientos estaban financiados por la monarquía wahabita.

Antes de la ocupación de Kabul por los talibán, oficiales norteamericanos, hombres de negocios de la petrolera estadounidense Unocal y la compañía saudí Delta Oil Company ya querían acelerar un acercamiento entre el Gobierno de Kabul y Pakistán con la presentación de un proyecto que permitiría llevar gas e incluso petróleo desde Asia Central hasta Pakistán.

Pero entonces el Gobierno de Kabul apenas controlaba la capital y otras cuatro provincias norteñas. Los talibán, en cambio, han conseguido en un tiempo récord ocupar la mayor parte de Afganistán y además son, a pesar de todo su discurso fundamentalista, prooccidentales.

Algunas de las decisiones contradictorias tomadas en los últimos meses obligan a pensar en una división entre duros y moderados entre los talibán. La pérdida de Mazar el Charif al querer imponer de un plumazo la sharia ha debido provocar un serio debate en el interior de la shura o Consejo Supremo, órgano de Gobierno de facto en este singular movimiento. Los talibán, tras la posterior derrota, han perdido su aureola de invencibles.

Obligar a los hombres a dejarse crecer la barba, imponer condiciones de vida a las mujeres que insultan los principios elementales de la dignidad humana, cerrar las tiendas fotográficas y rellenar los marcos de las fotografías con plegarias coránicas son decisiones muy cómodas cuando no existe voluntad de enfrentamiento entre la población.

Pero gobernar un país es algo más serio. Los talibán carecen de cuadros técnicos que les permitan organizar la economía. Sin ayuda extranjera es difícil que puedan sacar a Afganistán del pozo en que está metido.

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