Armani hasta los dientes
En 1967 Roland Barthes iniciaba así un libro: "El objeto de esta investigación es el análisis estructural de la vestimenta femenina tal como hoy se la describe en la prensa de la Moda; nuestro método se ha inspirado originariamente en la ciencia general de los signos, que Saussure postuló bajo el nombre de semiología". Felices tiempos aquellos en los que toda empresa, hasta la más peregrina, parecía posible, y -más tiernos aún- en que era necesario subrayar el recóndito término de semiología, disciplina entonces, según señala el propio filósofo, "totalmente prospectiva".Releído en nuestra época asistemática y deslenguada, Sistema de la Moda resulta una obra hierática y me temo que bastante inútil, más allá de la ingenuidad obligada por los tanteos que Barthes reconocía en el prólogo. Los patrones retóricos empleados, el cuadro sintagmático de sus valencias, incluso los discursos más anecdóticos, como el del apéndice sobre la Fotografia de moda, han quedado tan obsoletos como los pantalones-campana y las botas de plataforma que los avanzados de aquel final de década sacaban a la calle; hoy sólo es posible ver esos adminículos en las discotecas más after hours o en el mundo de Almodóvar, de la misma manera que análisis estructurales así de aguerridos únicamente los realizan profesores recalcitrantes de universidades de provincia y no es Editions du Seuil quien los publica sino las prensas de su departamento. La moda, sin embargo, sigue siendo -como la viera Baudelaire hace bastante más de 100 años ese constante ensayo de reforma de la naturaleza que aspira a constituir un reducto eufórico, antipatético, a modo de una lengua maternal que alimenta en nosotros la promesa de la felicidad.
Pero cuando terminen en Madrid y Barcelona, dentro de unos días las Pasarelas Cibeles y Gaudí, cuando la última colección de primavera de Jesús del Pozo o Montesinos se caiga de las perchas como hoja caduca para dejar que un nuevo estilo florezca, continuaremos nosotros preguntándonos algunas cosas que hacen de la moda el reino de lo contradictorio. ¿Quién se pone esa ropa que las top model lucen rampa arriba y abajo con andares de tigre que es gacela? ¿Por qué en la mayoría de los países la vestimenta sigue marcando sexual y socialmente, como el granjero marca a su res, en un tiempo en que muchas otras convenciones declase y cuerpo se han venido abajo o se han entreverado? Y ¿a santo de qué en España la idea de elegancia es tan paleta y -por ceñirse al grupo de los hombres-escritores envueltos en foulards o bufandas rojas o chalecos heráldicos son tomados por dandies, y cursis de camisa rayada y cuello blanco, tipo Alfonso Ussía o José Oneto, pueden decirse chic?
Me parece que en la alta costura aumenta día a día esa disparidad entre el usuario y el santuario que empieza a dominiar el mundo de la plástica, donde el artista piensa para el museo más que para el posible comprador/degustador. Yo no veo por la calle, y ando mucho, a señoras vestidas hasta los dientes de pirata, tal como las diseña con ingenio experimental John Galliano, ni a muchachas aladas y emplumadas, según propone el otro niño terrible de la moda europea, Alexander Mc Queen (Givenchy sólo vendió el año pasado cinco trajes de los 100 que Galliano había presentado en sus dos colecciones). Naturalmente, al otro lado de la pasarela está el prétá porter, como un llevadero libro de bolsillo para los que no pueden costearse las tapas duras.
Quizá acabe Barthes por tener razón al cabo de 30 años. El aparato mediático que acompaña a la moda está hoy hecho de un lujo de imágenes, palabras y sentidos que funcionan como "sustancia aperitiva" para abrir un apetito consumidor difícilmente saciable. Y así, mientras vemos a los modelos de las grandes firmas con una ropa imposible más que imaginaria, a los seres corrientes les es dificil vestirse con gusto independiente sin caer en la línea masiva de las grandes cadenas, asesinas en serie de lo bien hecho.
Babelia
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