Aquel día fue la "maestra" de Wojtyla
La recuerdo pequeña y encogida, un rostro como un higo seco en el que destacaban las órbitas grandes. Grandes como cavernas de las que salían los rayos oscuros de los ojos. Ojos llenos de determinación, de tenacidad, ojos pacientes. De la paciencia de la madre que limpia y levanta a su niño cien veces. Y si vuelve a caer, lo vuelve a levantar por centésima vez con ternura. Era un día apacible de febrero y ella esperaba a Karol Wojtyla (de visita en la India) delante de la casa de la muerte, en la que acogía a los desesperados, a los últimos de los últimos que después de una vida desesperada tenían una sola certeza: la de morir. "Dos ingresos, cero salidas, cuatro muertos".La madre Teresa no se escabullía y no escondía la muerte, como hacemos nosotros en Occidente. Aquel 3 de febrero, como cada día, llevaba -públicamente, sobre una pequeña pizarra- la contabilidad inexorable del destino. Mostraba las cifras del Juicio. Porque, al fin y al cabo, no se pueden evitar, mientras que se puede evitar hacer lo que aquellos que vuelven la espalda fingiendo que no ven a los moribundos.
¿Cómo son los pies y las manos de los santos? No creo que exista una casuística. Sé que viendo por primera vez a la madre Teresa me sorprendieron sus pies grandes, que asomaban por las sandalias. Pies de andariega, pies que la habían llevado desde Albania hasta el barrio del templo de Kali, en Calcuta. Y también las manos eran fuertes. Manos robustas, en contraste con el físico tan grácil y diminuto.
Esas manos tomaron la de Karol Wojtyla y le llevaron a la habitación de los moribundos. El Papa no era entonces como ahora. Era un atleta, un dominador de masas, un comandante de la fe que daba la vuelta al mundo divulgando su palabra con un físico impresionante. Pero en aquel instante, Wojtyla parecía un niño que una madre afectuosa y atenta conducía hacia un reino inquietante: el reino de la muerte. No había ninguna retórica, ninguna escenografía, en el gesto de aquella mujer que con su blanca túnica india bordeada de azul acompañaba al visitante entre los catres de los moribundos. Era su trabajo cotidiano.
Día a día, la madre Teresa pasaba junto a esos 70 enfermos terminales, echados en catres en una habitación grande que apestaba a cloroformo.
Esa papilla de yogur que el Papa llevaba pacientemente a los labios de los moribundos, se la había dado ella a sus asistidos miles de veces. Y seguiría dándoles de comer durante años.
Aquel 3 de febrero, ella fue maestra de Wojtyla. Le enseñó a coger entre sus manos el cuerpo rígido de un difunto, le enseñó a soportar la visión de cuatro cadáveres, tirados en el suelo, cubiertos con camisones que apenas les llegaban a las rodillas. Estuvo a su lado mientras el pontífice romano, alejado de la guardia de honor, acariciaba el rostro y los cabellos de una mujer que gritaba: "Estoy sola, estoy sola, vuelve".
Yo miraba al Papa polaco y a la albanesa Teresa y me parecía que a pesar de los prodigios que el pontífice estaba realizando en la escena mundial, el prodigio más increíble lo había hecho la mujer albanesa, capaz de establecerse en la realidad del barrio marginal de Kalighat.
La costumbre de la angustia de la muerte no le había quitado la sonrisa. Y la seriedad con que animaba a sus monjas a cumplir con la labor no había ofuscado su mirada de chiquilla con la que afrontaba los desafíos del mundo. Con el pasar de los años empezarían a criticarla. La acusarían de excesivo autoritarismo, de escaso control sobre las sumas ingentes que afluían a su cuenta, del empeño en ceñirse a reglas de vida ultraespartanas impuestas a las hermanas de su orden.
Siempre hay algo que se aja cuando un puñado de secuaces del primer momento se transforma en una organización que abarca cinco continentes. Pero no logro olvidar que delante de la pizarra con las marcas de los cuatro muertos del día, los pequeños labios arrugados de la madre Teresa murmuraron: "Otros 22.000 los han precedido". Ella no había visto por televisión la lista de los muertos, como nosotros, la había elaborado cogiéndoles la mano.
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