Síndrome de Suances
LA DECISIÓN del Consejo de Ministros de liquidar la Agencia Industrial del Estado e integrar las empresas con pérdidas mil millonarias en la SEPI (Sociedad Española de Participaciones Industriales) debe ser analizada con extremo cuidado. El Ministerio de Industria ha justificado tal medida, que vuelve a juntar en una misma gestión empresas ruinosas y prósperas, con el argumento de que el nuevo grupo empresarial "será autosuficiente" y quedará desvinculado del Presupuesto. De acuerdo con esta explicación, los ciudadanos ya no tendrían que soportar con sus impuestos las pérdidas de Hunosa, Santa Bárbara o Astilleros.Los beneficios de la integración son muy dudosos. El ahorro que se produzca por desvinculación del presupuesto se neutraliza con la pérdida de dividendos de las empresas públicas rentables, obligadas a financiar las pérdidas y el saneamiento de las deficitarias. El sistema resucitado por este Gobierno de sustituir apoyos públicos por endeudamiento en el mercado no deja de ser un subterfugio contable pensado para edulcorar la píldora del déficit en 1997 y 1998; porque el endeudamiento deberá pagarse fatalmente.
Pero es que, además, la integración en la SEPI de las empresas deficitarias y la creación de un fondo patrimonial en su seno de 900.000 millones, financiado básicamente con la próxima privatización de un tercio de Endesa, configura un sistema empresarial autónomo, con financiación propia, más alejado del control parlamentario y, por tanto, de la fiscalización democrática. Hasta ahora, las empresas con pérdidas debían explicar en el Congreso sus planes de actuación y sus éxitos o fracasos en la corrección de los desequilibrios antes de ver aprobadas las aportaciones presupuestarias. Este control específico queda abolido.
Todo parece encaminado a eliminar la transparencia y el control democrático y aumentar la opacidad en la gestión, a juzgar por el primer texto conocido del borrador del Decreto Ley. La nueva SEPI, inspirada quizá por el síndrome del marqués de Suances -fundador del INI franquista-, que consiste en manejar a capricho y sin cortapisas los recursos de las empresas públicas, podrá disponer del dinero de privatizaciones para reducir el endeudamiento o para financiar el saneamiento de empresas públicas -subvenciones encubiertas- que facilite su venta al sector privado con ventajas para el comprador. Un circuito financiero propio impedirá la confirmación de que el dinero de las privatizaciones se dedique exclusivamente a reducir la deuda pública; y, si un nuevo texto no lo remedia, los procesos de privatización, antes sometidos a la vigilancia de un Consejo de Privatizaciones, quedan ahora a discreción exclusiva de la Comisión Delegada y el Consejo de Ministros.
El nuevo esquema empresarial del Gobierno es, sin duda, un claro retroceso en la transparencia que los gestores públicos deben a la sociedad, introduce una confusión financiera innecesaria -los créditos de las empresas están avalados ahora por la SEPI y no por el Estado- y demuestra que las reglas del juego de las empresas que están a punto de privatizarse pueden cambiar a voluntad del Gobierno. Una confirmación del escaso aprecio que sienten por las reglas de conducta aquellos que están obligados a defenderlas.
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