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El oscuro agosto

Vicente Molina Foix

Mientras la mayoría se tuesta en las orillas, otros arden por última vez. Decía Reverdy que "el poeta es un horno que quema lo real", pero qué tímido estuvo ahí el poeta francés. Quien quema todo a su aire y sube o baja a voluntad la temperatura del horno crematorio de la vida real es la muerte, dotada -a lo mejor es verdad- de su propia y negra poesía de la desolación.Todo mes puede mostrarse cruel con los vivos, pero los muertos de agosto adquieren un color aún más intempestivo, como si ir a morirse o dejarse matar en jornadas tan cálidas y laxas acentuase el sino de aguafiestas, a veces manifiesto de manera muy cruda por el apresurado o pobre tratamiento que los medios de comunicación de algún famoso fallecido en un fin de semana del pleno verano.

La muerte, según los versos de Shakespeare, es un "férreo sargento, estricto en sus arrestos", y nunca se ha dejado intimidar por la poca edad o la promesa aún incumplida de sus víctimas. ¿Hay muertes más justificadas? Dos escritores desaparecidos en agosto, William Burroughs y Robert Pinget, tenían respectivamente 83 y 78 años, y es muy posible que su obra estuviese cerrada de antemano. Pero ese argumento de la longevidad y la muerte tranquila y hasta feliz, como lo fue, en el primer día del mes, la del cineasta Ricardo Muñoz Suay, a punto de cumplir los 80, no nos convence a los allegados. La cercanía de una persona anciana que aprovecha la vida cuando las apariencias le sitúan en la decrepitud o el retiro es uno de los espectáculos más hermosos y consoladores de mundo sujeto a la fealdad. desconsuelo constante. ¿Y dolor se siente cuando alguien es más inesperadamente. arrebatado a los 50 años, como la editora Cristina Rodríguez-Salmones o el arquitecto Iñigo Gurrea, que tiene un nombre en la historia del cine español por sus atípicos e inolvidables papeles de protagonista en ¿Qué se puede hacer con una chica? de Antonio Drove y La mano negra de Fernando Colomo?

También murió en agosto alguien que quedó entre nosotros silenciado de una manera... bueno, digamos que muy española. Me refiero al compositor de origen norteamericano Conlon Nancarrow, fallecido a los 84 años en México, donde vívia desde 1940, convertido en ciudadano de ese país a partir de 1956. No voy a pretender que Nancarrow mereciese un tratamiento de portada con esa su más fatal noticia, porque se trata precisamente de un artista que eligió una vida de reclusión e independencia y ya sabemos que a esto la vida corriente siempre corresponde con las armas del desdén. Pero Nancarrow, que empezó a ser tomado en serio -más allá del perfil de extravagante que hasta entonces tenía en la letra pequeña de los manuales más especializados- a partir de las palabras de Ligeti en 1981, "el más grande descubrimiento desde Webem y Ives (...) para mí es actualmente el mejor de los compositores vivos", tiene una importante conexión española que nadie parece resaltar. Combatiente en la Brigada Lincoln durante toda nuestra Guerra Civil, tuvo serios problemas con el Gobierno de Washington al regresar a su país, hasta el punto de verse desprovisto del pasaporte, razón que le impulsó a establecerse en México. Ahora bien, la obra absolutamente original y arriesgada de Nancarrow, donde se mezclan las fuentes del ragtime y el blues -antes de componer fue trompetista de jazz-, una voluntad de abstracción que apunta a la música electrónica, y la determinación de centrarse en los aspectos rítmicos de la partitura (lo que le convierte en precursor no reconocido de los minimalismos en boga desde los años ochenta), responde a menudo a estímulos y procedimientos del flamenco, y de modo particularísimo en una de sus piezas más geniales, el Estudio número 12 para pianola. Y es que, aunque Nancarrow escribiera en sus años de primera madurez para orquesta, conjuntos de cámara y piano convencional, su empeño compositivo se volcó a partir de 1945 en esa obra monumental que son sus 50 Estudios para pianola retocada, que Wergo ha grabado en su integridad y en España distribuye la firma Diverdi, una música que frente a la deliberada pobreza tímbrica de ese mecánico instrumento de salón que es la pianola y la exclusión de los ejecutantes virtuosos, opone un potente lirismo, una capacidad de juego serio que recuerda a Satie y sobre todo una sonoridad que no tiene edad ni nombre conocido ni rival a su altura.

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