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Nacionalistas

Enrique Gil Calvo

Las movilizaciones contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco han trastocado el clima político de Euskadi, reduciendo la anterior impunidad de que antes disfrutaba el entorno civil de ETA. Pero como aún falta tanto para que el abertzalismo radical esté acorralado, no resulta extraño que los ánimos se encrespen ante denuncias como la del sindicato Erne contra los mandos de la Ertzaintza o a la de ciertos padres contra los monitores de sus hijos. Y como siempre sucede en estos casos, se ha producido un rosario de acusaciones cruzadas. Lo cual es descorazonador para cualquiera que, tras las movilizaciones de julio, confiase en que las cosas fueran a cambiar.¿Por qué parece tan difícil el consenso? Hay acuerdo suficiente en aislar al entorno de ETA, pero el problema reside en que se comparten los fines pero no los medios: ¿cómo tratar a sus bases sociales para segarles la hierba bajo los pies? Parece dudosa la necesidad de reformar las leyes penales, pues para desautorizar a Herri Batasuna no hay que cambiar las reglas de juego (ni mucho menos sesgarlas ad homines ni alterarlas con trampas como hacen ellos), sino negarse a jugar su juego. Luego tiene razón el PNV: el problema no tiene solución penal ni policial, sino sólo política.

La clave para aislarlos consiste en poder erigir una valla moral que nos separe a los demás de ellos. Y esto supone dos cosas. Por una parte, es preciso hallar argumentos que permitan unir a todas las fuerzas defensoras de la ley: los Gobiernos de Madrid y Vitoria, el partido socialista y los nacionalistas democráticos. Pero además, hay que dividir a los nacionalistas vascos, separando a los demócratas que respetan la legalidad de los totalitarios que la violan. Y esta doble operación, de unión y división, exige reconocer la plena legitimidad del nacionalismo vasco. Sólo así, una vez reconocida su legitimidad, podremos separar a los nacionalistas legítimos de los ilegítimos.El gran problema es convencer al PNV y EA de que tienen mucho más en común con los demócratas españoles que con los nacionalistas vascos antidemocráticos. De ahí lo muy contraproducente que resulta el que voces por otra parte respetables, como son las de notorios novelistas o filósofos (por no hablar de otras más dudosas de ciertos comentaristas o líderes políticos), se levanten denunciando la ambigüedad, la insolidaridad o la irracionalidad del nacionalismo. Culpabilizar al nacionalismo es un error político, pues conviene ganarlo para nuestra causa; pero además, es un error intelectual.

Ante todo, el nacionalismo implica la defensa de los intereses comunes de quienes ocupan cierto territorio. Por tanto, resulta tan legítimo como la defensa de los intereses comunes de quienes ocupan cierta posición social, sea la de propietario o la de asalariado (como hacen respectivamente liberalismo y socialismo). Y por supuesto, esa defensa se hace anteponiendo la busca del propio interés en detrimento de los intereses ajenos: eso es tan legítimo para los nacionalistas como para los liberalconservadores o los socialistas. Lo ilegítimo no es defender el propio interés, sino atentar contra las vidas ajenas: como hacen el fascismo, el estalinismo y el terrorismo en nombre respectivamente del conservadurismo, el socialismo y el nacionalismo.

Por lo demás, tras el declive de la propiedad privada y del trabajo industrial (que fundaban a las ideologías de clase: liberalismo y socialismo), el espacio público de la sociedad posindustrial se halla huérfano de criterios de articulación. La posmodernidad ya no se basa tanto en la producción como en el ocio y el consumo; en consecuencia, las relaciones laborales o de propiedad han perdido verosimilitud como criterios de movilización, colectiva. En cambio,el nacionalismo continúa resultando creíble como principio articulador de las relaciones de sociabilidad y convivencia civil. De ahí su fuerza movilizadora: lo que, en democracia, cuando ya no es posible la república platónica de los reyes-filósofos, es el único criterio de legitimidad.

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