El verano de Lolita
Entre tantos aniversarios como se celebran continuamente, ayer caí en la cuenta de uno en el que no he visto que haya reparado nadie, si bien no es el aniversario de ningún hecho real, aunque sí gloriosa y, sombríamente memorable. Ayer tarde, releyendo en la ancha calma horizontal del verano el querido ejemplar de Lolita que ya he leído tantas veces (una edición austera de bolsillo, con una de esas niñas ninfas de Balthus en la portada), comprobé que es en una noche de agosto de 1947 cuando el torvo, el enamorado, el desalmado Humbert Humbert logra la plena posesión sexual de su nimphet en la habitación de un hotel que se llama, un poco hipnóticamente, The Enchanted Hunters: fue el 15 de agosto exactamente, recuerda él, ya en la cárcel, cuando escribe sus memorias apocrifas, así que este verano del 97, cuando se celebren tórridamente las fiestas de la Virgen de agosto, algunos celebraremos con una emoción mucho más minoritaria el medio siglo justo de esa noche abismal, que es sin duda una de las grandes noches de amor, desesperación y vergüenza que ha revelado la literatura.Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas, oíamos decir a nuestros mayores: para la Virgen de agosto ya están maduras. Yo repaso las páginas usadas y queridas de Lolita y encuentro que inadvertidamente el tiempo de verano de la lectura coincide con el de la acción, así que me es aún más fácil sumergirme en sus pormenores, tan familiares y tan inagotables siempre, tan llenos de misterio y poesía. Las mañanas de somnolencia y calor son como esas mañarías de julio a la orilla de un lago en las que Humbert Humbert, tumbado al sol junto a la mujer que odia y desprecia y con la que acaba de casarse, la madre de Lolita, elabora planes soñolientos y precisos para asesinarla; Humbert Humbert cruza a media tarde una ciudad bajo el diluvio de una tormenta de verano, bajo un cielo pesado y gris que anuncia la cercanía de la noche: pero de pronto la lluvia cesa, el sol sale y la luz del anochecer se ha transmutado, como si el tiempo avanzase hacia atrás, en una claridad húmeda y limpia de tarde recién comenzada. Esa tormenta, esa oscuridad seguida luego por una luz intacta son casi las mismas que han sucedido mientras yo leía, sedentario y en calma, a diferencia del obsesivo Humbert Humbert, tumbado a la sombra y dejando pasar las horas con los ojos fijos en el libro o distraídos en la vegetación o en los movimientos de los pájaros sigilosos del jardín, no sudando en un coche que llevara minuto a minuto hacia la, culminación del deseo y el desastre, por una recta carretera norteamericana, en el verano de 1947.
Lolita es un libro tan poblado de sutilezas que en cada nueva lectura el hallazgo de matices no advertidos hasta entonces es tan poderoso como la confirmación agradecida de lo que ya conocíamos. Su mayor paradoja, y tal vez su rasgo superior de maestría, es que, consistiendo en el relato en primera persona de una voz cínica, trastornada, muy seductora en su apariencia de sofisticación, nos da al tiempo las pistas o las claves para que veamos desde fuera a ese narrador tan persuasivo y tan embustero: vemos las cosas a través de sus ojos y desde su conciencia,
porque es él, Humbert Humbert, quien cuenta la historia, pero a la vez, Con un poco de atención, a lo largo de sucesivas lecturas, vemos también lo que él oculta, vislumbramos su cara verdadera, su parte de bajeza y de simple ridículo.
Cada lectura es nueva: en ésta, yo de pronto he puesto en duda algo de lo que estaba seguro, la identificación del físico de Humbert Humbert con el de James Mason, que es el Humbert Humbert inolvidable y duplicado de la Lolita cinematográfica de Stanley Kubrick: un físico de masculinidad terminante y a la vez algo huidiza y tocada de melancolía, la presencia distinguida y excéntrica de un expatriado europeo que es a la vez brutal y delicado en su seducción de las mujeres de clase media americana, tan atraídas por su imán sexual como por su vestuario o por su acento.
Pero ahora empiezo a sospechar que el cine y Nabokov me habían engañado, o más bien, que la novela me había tendido una de sus trampas, y que el cine, la cara y la voz de James Mason me empujaron a caer en ella. El secreto, la trampa de James Mason, es que no se parece a Humbert Humbert, sino al modo en que Humbert Humbert, en su infinita petulancia, se imagina a sí mismo: continuamente subraya lo masculino de su propio aspecto, su semejanza con un actor de cine, la elegancia de su ropa, lo mismo sus trajes que sus batas de seda. ¿Pero no es esa insistencia una prueba no de su atractivo, sino de su tonta vanidad; no de su prestancia de caballero europeo en medio de la vulgaridad americana, sino de algo rancio y ridículo de tan anticuado, tan fuera de lugar como el uso continuo de giros en francés?
Pero sólo llevo cien páginas, y todavía tengo por delante mucha novela y mucho verano, el verano de la peregrinación en coche de Humbert Humbert y Lolita y el otro verano, futuro y real, de cincuenta años después, en la desolada posteridad en la que Vladimir Nobokov y James Mason ya están muertos, pero en la que Lolita y Humbert Humbert continúan tan vivos como el entusiasmo de los lectores que no nos cansamos nunca de leer ese libro, como la intolerancia negra y puritana que lo persiguió en los días de su publicación y que ahora impide la distribución y el estreno de una segunda Lolita cinematográfica. La alianza del integrismo de derechas y de otro integrismo que se declara o se finge de izquierdas está asfixiando la cultura norteamericana. Me escandaliza que sea boicoteada y prohibida esa Lolita espuria de Adrian Lynch y Jeremy Irons, pero, cuando se estrene en mi país, que todavía, afortunadamente, es un país libre, no creo que vaya a verla. Si coincido en algo con Humbert Humbert es en que sólo hay una verdadera Lolita o acaso dos, porque todo en esa historia es tan duplicado como el nombre de su protagonista masculino:la Lolita de la novela, la otra Lolita, distinta de ella, pero igual de nabokoviana, de la película de Stanley Kubrick, que es tan buena que parece una película de VIadímir Nabokov.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.