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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La deuda interminable

UNO DE los secretos mejor guardados de la economía española es la cifra de déficit de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos. Parecerá insólito en un Estado moderno, pero algunas consejerías de Economía o Hacienda de distintas autonomías transmiten tarde, mal y de forma inverificable su situación financiera, y de los ayuntamientos apenas se conocen cifras aproximadas. Tanto es así que el déficit de las administraciones públicas de 1996 se ha cerrado con meras estimaciones en lo que concierne a los municipios. La- coordinación financiera y estadística entre el Estado central, las comunidades autónomas y los ayuntamientos es muy débil, por no decir inexistente, probablemente por motivos de competencia de poder. En todo caso, es manifiestamente mejorable.En este marco de colaboración problemática, el Gobierno ha dejado caer pesadamente una mala noticia para las comunidades autónomas, acuciadas por el endeudamiento y por la obligación de presentar cifras fiables de déficit: quedan suprimidas las aportaciones en concepto de la llamada deuda histórica, que no es otra cosa que la compensación con cargo al erario público de las transferencias (te competencias que en su día se hicieron supuestamente a un coste inferior al debido. El argumento del Gobierno, contenido en un informe interno, es que casi todos los estatutos autonómicos contienen disposiciones susceptibles de interpretarse como deuda histórica y que alimentar este concepto es tanto como admitir que "España está en deuda consigo misma".

A primera vista, la decisión del Gobierno es razonable y defendible. La vertebración financiera de un país, por muy autonómica que sea su estructura política no puede estar permanentemente abierta a deudas y compensaciones del más variado pelaje que nunca acaban de amortizarse del todo. La reivindicación permanente de conceptos históricos, siempre difíciles, de evaluar, es costumbre de todos los gobiernos autonómicos, incluidos el País Vasco y Cataluña. Acabar con esa sensación de provisionalidad sería un éxito importante. El Gobierno tiene razón también cuando remite los pleitos que puedan producirse por las cuestiones históricas a la comisión que estudia los desequilibrios financieros entre las autonomías, que depende del Consejo de Política Fiscal y Financiera. Este es un proceso más neutral y seguro que la implicación directa del Gobierno, que puede ser malinterpretada.

Pero la decisión tiene otras derivaciones menos felices. La primera es que las juntas de Andalucía y Extremadura ya han percibido al menos parte de su deuda histórica, reconocida en el último Consejo de Ministros del Gobierno de Felipe González. Por tanto, puede plantearse un caso de discriminación evidente en contra del resto de las autonomías. Como todos los problemas de discriminación potencial, puede ser el germen de un conflicto grave.

Bien está que este Gobierno quiera plantarse en el caso de la deuda histórica y poner fin a un proceso que no acaba de cicatrizar. Pero, además del gesto decidido en contra de la reivindicación permanente, el Ejecutivo debiera aportar más coherencia y sentido común en sus decisiones financieras. No estaría de más, por ejemplo, que no se hicieran barbaridades tales como la propuesta de trasladar las competencias en educación sin su correspondiente financiación; porque, como es evidente, son iniciativas como ésa las que generan "deudas históricas" en el futuro. De forma que, mientras algunos representantes del Gobierno se arriesgan a aplicar la firmeza y la responsabilidad, otros desmienten en la práctica tan esperanzadores argumentos. Si Rajoy quiere acabar de una vez por todas con la deuda histórica permanente, que empiece por evitar la que producen sus propios compañeros de Gabinete.

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