La gota en el vaso
Lo ocurrido en España en los días que siguieron al 10 de julio recién pasado debería subirles la moral a esos escépticos de la democracia (que se encuentran sólo en los países democráticos, nunca en aquellos donde la legalidad y la libertad han sido suprimidas), que se lamentan de lo aburrido que se está volviendo el mundo, ahora que el pragmatismo burgués reemplazó al idealismo revolucionario y el tétrico "pensamiento único" favorable a los gobiernos nacidos de elecciones, a los gárrulos parlamentos, los mercados abiertos y las transnacionales voraces ha enterrado a las ideologías mesiánicas.Recuerdo lo ocurrido en dos palabras, por si alguien lo ha olvidado ya. Exasperada por un serio revés que le habían infligido las fuerzas del orden rescatando al funcionario de prisiones Ortega Lara, a quien tenía secuestrado hacía año y medio, matándolo a pocos en un hueco del País Vasco, la organización terrorista ETA procedió, en un desplante que rezumaba frustración y deseo de venganza, a secuestrar a Miguel Ángel Blanco, concejal de 29 años del Partido Popular en Ermua, población del interior de Euskadi. Y dio al Gobierno un ultimátum de 48 horas para empezar a trasladar a los presos etarras hacia las cárceles del País Vasco, so pena de ejecutar a su víctima. Como no existe Gobierno en el mundo capaz de rendirse a un chantaje de esta índole, a menos que esté dispuesto a alentar una secuencia frenética de chantajes parecidos que desembocarían en el caos y el desplome de la legalidad, aquel ultimátum era, en verdad, una sentencia de muerte. Pese a la formidable movilización de españoles de todas las regiones, y a múltiples pedidos de clemencia en el mundo entero, entre ellos el del Papa, ETA, cumplido el plazo, descerrajó dos tiros en la nuca de Miguel Ángel Blanco, a quien, previamente, había atado de las muñecas y hecho arrodillar.
El asesinado era hijo de un obrero gallego emigrado a Vizcaya y trabajaba en una consultoría de su pueblo natal. Todos los testimonios hablan de él como de una persona sencilla y amiguera, aficionado a la música -tocaba la batería en un pequeño grupo musical llamado Póker y tenía una novia con la que se iba a casar pronto-, sin mayor vocación política: se había afiliado al Partido Popular en 1995 por un sobresalto moral, cuando los terroristas etarras asesinaron a otro joven, Gregorio Ordóñez, el líder del PP en Guipúzcoa. En el muy modesto cargo de concejal de Ermua estaba dando sus primeros pasos por el encrespado territorio de la política, a la que aportaba, eso sí, una limpieza que suplía su inexperiencia. Todas estas prendas personales de la víctima contribuyeron, sin duda, al sentimiento de horror que sacudió a la sociedad española ante la desmesurada crueldad del crimen y la removieron de cuajo.
Yo estaba dando clases en la Universidad de Verano Menéndez Pelayo, de Santander, el día que Miguel Ángel Blanco fue secuestrado. De manera espontánea, los estudiantes me pidieron guardar un minuto de silencio en señal de protesta, y algo semejante debió de ocurrir en las otras aulas. Al terminar las lecciones, de todos los rincones del palacio de La Magdalena acudieron alumnos y profesores a manifestarse en el patio de la Universidad. Lo mismo estaba ocurriendo, en ese mismo instante, por todos los pueblos y ciudades de España, y, sobre todo, en las localidades grandes y pequeñas del propio País Vasco, esa nación colonizada y esclavizada por el imperialismo español a la que la barbarie etarra y su brazo político, Herri Batasuna, se proponen liberar a punta de bombas, secuestros y asesinatos. En fábricas y almacenes, en iglesias y ministerios, en hospitales y ayuntamientos, en hogares privados e instituciones públicas, cientos, miles, millones de hombres y mujeres de todas las edades, la inmensa mayoría de ellos sin filiación política" se pusieron de pie y, obedeciendo a un irresistible mandato venido de esa fibra de humanidad, de sensatez y decencia de la que casi nadie está exento, se lanzaron a las calles. ¿A quemar banderas e insignias de ETA? ¿A asaltar los locales de Herri Batasuna y a cazar a sus militantes y simpatizantes? No. A vitorear a la libertad, a pedir que la vida de Miguel Angel Blanco fuera respetada, a reclamar la paz y la convivencia, y a hacer la distinción indispensable: "¡Vascos sí, ETA no!". Ni siquiera cuando se consumó el salvajismo y el cadáver de aquél apareció, en estado agónico, con dos balas en la nuca y sin zapatos, en un matorral, la indignación de los españoles se tradujo en represalias contra sus verdugos y quienes los amparan. Salvo unos pocos incidentes de menor cuantía en el propio País Vasco -donde se apedrearon algunos locales de Herri Batasuna- a los que a menudo atajaron y pusieron fin los propios manifestantes, el signo de todas las demostraciones populares durante el cautiverio y luego de la muerte de Miguel Ángel Blanco ha sido su carácter civilizado y pacífico, el que transcurrieran con impresionante dignidad, sin desmanes, sin que ninguna fuerza política tratara de capitalizarlas, exhibiendo una solidaridad profunda en la rabia y el dolor, así como una voluntad inequívoca de vivir en paz, en la racionalidad y la tolerancia, y de acabar de una vez por todas con el cainismo y el fanatismo políticos.
Todos los partidos, y el propio Gobierno, fueron rebasados por esta movilización cívica, la más numerosa que haya vivido España y en la que, por lo visto, participaron -hay técnicas de medición de una cosa así, parece, aunque yo creo que en este caso no llegan a abarcar todo el fenómeno, pues no cuentan a los que, por múltiples impedimentos, no pudieron unirse a los que se manifestaban pero los apoyaban con su corazón y sus conciencias- unos seis millones de españoles. Autoridades y dirigentes de todas las fuerzas democráticas, de la derecha a la izquierda, concurrieron y encabezaron las marchas, pero, en realidad, no las ordenaron ni condujeron: se plegaron a ellas, sorprendidos por la magnitud de un movimiento que ni el más optimista pudo prever, y, algo todavía más importante, debieron traducir en hechos el sentimiento unánime de aquellos manifestantes. Es decir: una actitud firme, dentro de la ley, pero sin contemplaciones cobardes y oportunistas medias tintas, para defender la democracia española contra la pandilla de criminales que la están amenazando.
Si este mensaje, venido de las raíces de la sociedad española, fue inequívoco, él resonó con una claridad especial en el propio País Vasco, donde la reacción popular contra el terrorismo etarra fue todavía más meridiana que en el resto de España. Desde el punto de vista político, ésta es la enseñanza más rica de estas jornadas: las mujeres y los hombres de Euskadi se encargaron de demostrar, a todo el que tenga ojos para ver y sea capaz de entender las evidencias, que quienes pretenden hablar en su nombre, defender sus libertades supuestamente canceladas y se valen para ello del auto-bomba, el tiro en la nuca y los secuestros, mienten, pues el pueblo vasco los repudia, ni más ni menos que la inmensa mayoría de los españoles. El famoso "miedo" que paralizaba a tantos vascos y les impedía explicitar esta simple verdad se volatilizó en esta semana, pues ellos estuvieron a la vanguardia del rechazo del terrorismo, exigiendo que la paz reemplace de una vez por todas a la violencia en la vida política de Euskadi. Los partidos nacionalistas vascos democráticos, y en especial, el PNV, la primera fuerza política de la región, registraron como un sismógrafo
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este nuevo estado de ánimo de su entorno social y actuaron en consecuencia, condenando de la manera más rotunda a ETA y negándole a ésta toda pretensión de representar las aspiraciones del pueblo vasco. El presidente del Gobierno vasco, el lehendakari Ardanza, recordó cómo una movilización por la vida de unos presos políticos amenazados de fusilamiento en los últimos años de la dictadura de Franco había conseguido salvarles la vida, en tanto que la dirigencia etarra había sido totalmente insensible al clamor de todo un país por Miguel Ángel Blanco.
Nunca antes el Partido Nacionalista Vasco, que representa a un tercio del electorado de la región, se había pronunciado de manera tan explícita en contra de ETA ni hecho causa común con las otras formaciones políticas de España para deslegitimar moralmente y acosar legalmente a la banda terrorista como lo hizo en esta semana. Atención, el PNV es un partido de clara vocación democrática, que actúa dentro del respeto a la legalidad, y nadie podría acusarlo de complicidad con uno solo de los crímenes que se atribuyen a ETA. Y muchos de sus dirigentes, empezando por el consejero del Interior del Gobierno vasco, Juan María Atuxta, se han enfrentado con valentía a la banda etarra. Pero, lo cierto es que a menudo su actitud ha sido ambigua y como atemorizada de entrar en un antagonismo frontal con una organización con la que, aunque discrepando de sus métodos, muchos vascos -éste era el mito que a partir del 10 de julio se ha hecho humo- consideraban idealista, bien intencionada y hasta heroica. El categórico deslinde que el PNV y las otras fuerzas políticas democráticas del País Vasco hicieron estos días entre ellas y quienes, por sus fechorías, han pasado de activistas revolucionarios a meros delincuentes, es algo que impusieron a aquellas dirigencias, desde las calles, los cientos de miles de manifestantes vascos.
Muchos pensamos que el nacionalismo es hoy una ideología anacrónica y antihistórica, que va contra la gran corriente integradora de las sociedades y culturas del mundo que está en marcha, en el marco del respeto recíproco que garantiza la libertad. Y que, en las actuales circunstancias, tan distintas a las que imperaban en tiempos de Franco, cuando el euskera y el catalán y el gallego estaban prohibidos y las culturas en estas lenguas discriminadas y un rígido centralismo sofocaba las aspiraciones a tener voz y voto en sus propios asuntos de las distintas regiones de España, el nacionalismo catalán, vascuence, gallego -o, para el caso, andaluz y canario, etcétera- parece bastante desfasado.
¿No gozan las autonomías de grandes responsabilidades administrativas, presupuestarias y políticas? ¿No tienen la más irrestricta libertad para promover las lenguas y culturas oriundas en las escuelas, las universidades, los medios, la Administración? Sin embargo, dado el altísimo caudal electoral de partidos como el PNV y CiU, es evidente que un vasto sector de catalanes y vascos no lo piensa así. Es su más indiscutible derecho, desde luego, y la prueba flagrante de que esa vocación independentista se puede ejercitar en la legalidad, es que en Cataluña y el País Vasco aquellas dos fuerzas han conquistado el poder autonómico gracias a las urnas. Pero, una cosa es luchar por el ideal nacionalista dentro de la ley, y otra hacerlo mediante el terror. Los partidos nacionalistas catalanes lo, entendieron así desde el principio y siempre levantaron un muro infranqueable entre ellos y los violentos. Esto ha empezado a ocurrir sólo ahora en el País Vasco.
¿Tendrá continuidad este movimiento popular y, obedientes al mandato que han recibido de los ciudadanos de a pie, Gobierno y oposición actuarán con la firmeza que autoriza la ley contra quienes, con el pretexto de luchar por la independencia de Euskadi, están en realidad socavando la democracia española, como lo demostró la aparición del GAL, ese comando antiterrorista que, con el auspicio del Estado, combatía a ETA imitándole los métodos, es decir asesinando y se secuestrando? Por el momento, ésta parece la intención, y los me dios hablan de un proyecto en marcha para endurecer las penas y aligerar los obstáculos legales en la lucha contra los violentos. Pero, no hay nada más riesgoso que profetizar en política. No se puede descartar que a medida que pasen los días, el efecto emulsionante de aquellas marchas interminables, del espectáculo de esos miles y miles de jóvenes con las manos pintadas de blanco, de aquellas banderas pidiendo paz que flamearon por doquier, se vaya apagando sin dejar resultados prácticos.
En todo caso, la clase dirigente política (y sobre todo los catastrofistas que han declarado ya que la democracia española sufre -le robo un verso al poeta Carlos Germán Belli- de "encanecimiento precoz") no debería olvidar la extraordinaria lección que ha recibido estos días de esos hombres y mujeres que, en los veinte años que lleva España desde su transformación en país democrático, parecían haber adquirido aquellos grises atributos de apatía, indiferencia, desesperanza, cuando no de cinismo, frente al sistema que les garantiza la libertad, que es frecuente encontrar entre los ciudadanos de las grandes democracias modernas. Era falso, o, por lo menos, lo ha sido en estas jornadas en que en España entera se oyó latir la misma voluntad de participación y el mismo anhelo de paz, convivencia, libertad y modernidad que en los primeros momentos de la transición, cuando, desmintiendo todas las agoreras voces que anunciaban cataclismos el día que desapareciera la camisa de fuerza impuesta por la dictadura al pueblo español para que reinara el orden, éste se condujo con una serenidad sin fallas, que hizo posible la transición pacífica y rápida hacia la libertad. Desde entonces, la democracia ha ido echando raíces fuertes en las instituciones y las costumbres de los españoles, y, pese a todas las imperfecciones que puedan (y deban) echársele en cara, ella es hoy una realidad que parece difícilmente destructible. Lo que aquélla representa, y que se puede condensar en pocas palabras -ser libres y convivir en paz, dentro de la ley-, el más alto logro de la civilización humana, entre el 10 y el 16 de julio compareció con una fuerza incontenible en las calles y plazas de España, clausurando, ojalá que para siempre, una tradición de oscurantismo fanático, estupidez y sinrazón políticas que da sus últimas boqueadas en los asesinos de Miguel Ángel Blanco.
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